Evangelio según San Lucas 2,22-35

jueves, 18 de diciembre de
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Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.


También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en ély le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”.


Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”.


Palabra de Dios




P. Germán Lechini Sacerdote Jesuita. Director del Centro Manresa que pertenece a la Pastoral juvenil y vocacional de la Compañia de Jesús en Argentina y Uruguay

 

La Navidad nos regala escenas verdaderamente hermosas, entre ellas la de hoy, donde contemplamos a José y María llevando a Jesús al Templo y presentándolo delante de Dios; donde contemplamos también el canto de un anciano, llamado Simeón, que exulta de gozo al descubrir en ese niño la presencia de Dios.


Estos personajes que nos trae hoy el Evangelio, hablo de los padres de Jesús y el anciano Simeón, nos regalan un par de consejos fundamentales que bien pueden ayudarnos también a nosotros en nuestro camino de fe.


Primer consejo o ejemplo: nos lo dan José y María.


Se trata de llevar y poner a los pies de Dios lo más preciado que tengamos, todo lo que somos, todo lo que soñamos. A José y María se les ha prometido un niño y, ahora que lo tienen, no se lo apropian, no se lo guardan, no se lo quedan… sino que lo llevan al Templo, lo ponen delante de Dios, que es una manera de reconocerle a Dios mismo: todo lo que tenemos es tuyo, no hay nada en nuestra vida, ni si quiera lo más preciado (este niño), que no reconozcamos que a ti te lo debemos.


¡Cuánto no crecería nuestra vida cristiana, nuestra vida de fe, si también nosotros fuéramos capaces de ofrendar a Dios lo más preciado que tenemos, lo más importante que soñamos! San Ignacio de Loyola, en su oración de ofrecimiento lo dice muy bellamente: “Tomad, Señor y recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer, Vos me lo disteis a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed conforme a vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto sólo me basta”.


Navidad nos presenta una ocasión más que propicia para poner delante de Dios toda nuestra vida, para poner todos nuestros sueños en sus manos, para decirle a Dios “todo es vuestro, a Vos, Señor, lo torno”. Navidad es decirle a Dios: Señor, toda mi vida, todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que podría ser… a tus pies, Señor, lo vengo a poner.


Segundo consejo o ejemplo: nos lo da Simeón.


De él se dice que era un “hombre justo, que esperaba en el Templo la consolación de Israel”.


Pues bien, la vida de Simeón es, justamente, un himno a la perseverancia. Seguro el anciano Simeón llevaba años y años perseverando en oración, en medio del Templo del Señor, pidiendo esa Gracia única de poder ver el rostro del Salvador, de poder estar en su presencia. Imagino que la vida de Simeón, como la de todos nosotros, habrá estado atravesada por momentos difíciles, por instancias de cruz, por situaciones de dolor… No obstante, parece que este hombre no cesó de recurrir una y otra y otra vez al Templo del Señor en espera de poder alcanzar aquello que tanto anhelaba: llegar a contemplar a Dios. ¡Qué grande el testimonio, entonces, de este hombre! ¡Qué grande el testimonio de tantos hombres y mujeres que conocemos, que han perseverado en la fe y en la esperanza de ver a Dios aún en situaciones muy difíciles! ¡Quién pudiera, como Simeón, rezar algún día esas hermosas palabras: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto la salvación”.


Delante del Pesebre, en medio de la Navidad, pidamos con Simeón esta Gracia única: la de saber esperar con fidelidad la visita de nuestro Dios, especialmente en los momentos en que Dios no llega, o parece que tarda. Quiera Dios que esta Navidad, y todas las Navidades de nuestra vida, el Señor nos encuentre en medio de su Templo, perseverantes en la oración y confiados en que al final, su presencia llegará y colmará de sentido nuestras vidas.


¡Que así sea!

 

 

 

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