No importa quién es uno. Escuchen estos nombres de personas que abandonaron los estudios: William Faulkner, John F. J. Kennedy, Thomas Edison. No pudieron enfrentar el colegio; no lo soportaron. El pájaro dice: “No quiero aprender a trepar árboles en forma perpendicular. Soy capaz de volar hasta la copa del árbol sin necesidad de hacer eso”. Y le responden: “No importa; se trata de una buena disciplina intelectual”. Como individuos no debemos contentarnos sólo con ser iguales a los demás. Debemos oponernos al sistema. Por ejemplo, los profesores de dibujo. (No tengo nada contra ellos, pobres diablos). Recuerdo cuando venían a nuestra aula, en la escuela primaria, y seguramente ustedes tampoco lo habrán olvidado. Primero nos daban un papel, colocaban una hoja en blanco en el pizarrón y uno se emocionaba. Había llegado la clase de dibujo. Teníamos todos los crayones ante nuestros ojos y cruzábamos las manos mientras esperábamos. Entonces entraba precipitadamente una mujer vieja y agobiada que ese mismo día había dictado catorce clases de dibujo. Entraba corriendo con el sombrero torcido, jadeante, y decía: “Buenos días, alumnos. Hoy vamos adibujar un árbol”. Y todos los niños pensaban: “¡Fantástico, vamos a dibujar un árbol!” Luego ella tomaba un crayón y dibujaba una enorme cosa verde, le agregaba una base marrón y unas hojitas de pasto, y decía: “Éste es el árbol”. Los niños lo miraban y protestaban: “Eso no es un árbol; es un chupetín”: Pero ella afirmaba lo contrario. Después repartía los papeles y ordenaba: “Ahora dibujen, un árbol”. En realidad no decía “dibujen un árbol” sino “dibujen mi árbol”. Y cuanto antes uno se percatara de que quería decir eso y pudiera reproducir ese chupetín y entregárselo, más pronto obtendría la máxima calificación. Pero había un niñito que sabía que eso no era un árbol porque había visto un árbol de un modo en que esa profesora de arte jamás había experimentado. Se había caído de un árbol, había mascado un árbol, lo había olido, se había sentado en sus ramas, había oído soplar el viento entre sus hojas, y sabía que el árbol de ella era un chupetín. Por consiguiente tomó un lápiz azul, otro naranja, otro rojo y otro verde, y con ellos pintó toda la página, y muy contento se la entregó a la maestra. Ella miró el dibujo y exclamó: “Dios mío, este chico tiene una lesión cerebral. Que vaya a un curso diferencial”. Cuánto tiempo demoramos en comprender que lo que realmente nos dicen es: “Si quieres pasar tienes que copiar mi árbol”. Y así transitamos por la escuela, la universidad y los cursos de seminarios de posgrado. Yo dicto seminarios de posgrado. Es sorprendente comprobar cómo a esa altura el alumno ya ha aprendido a repetir como loro. Consignan los datos al pie de la letra, tal como se los dan. Y no se puede echarles la culpa porque eso es lo que les han enseñado. Cuando se les pide que sean creativos, se asustan. Entonces, ¿qué ocurre con nuestra singularidad, qué ocurre con nuestro árbol? Se ha perdido irremediablemente. Todos son como los demás, y así estamos contentos. R. D. Laing afirma: “Quedamos satisfechos cuando hemos convertido a nuestros hijos en personas como nosotros: frustrados, enfermos, ciegos, sordos, pero con un alto coeficiente intelectual”. La persona que ama no se conforma con ser única ni con luchar para mantener esa condición. Pretende ser la mejor porque sabe que eso lo puede compartir. No sé cuántos de ustedes están familiarizados con las obras de R. D. Laing. La política de la experiencia es uno de los obsequios más maravillosos que puedo hacerles. Es un librito increíble. En él se habla del potencial humano y de la forma de desarrollarlo: Laing hace un planteo que me parece de lo más bello que jamás haya leído. Y no lo subraya ni lo destaca. Dice así: Pensamos mucho menos de lo que sabemos. Sabemos mucho menos de lo que amamos. Amamos mucho menos de lo que existe. Y hasta este punto exactamente, somos mucho menos de lo que somos.