Aprender a elegir: la vocación

jueves, 10 de marzo de
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Era una joven como todas. Sencilla y alegre. A veces tímida y callada, y otras extrovertida y simpática. Tenía amigos, no demasiados, pero especiales. Sus amigos eran su orgullo. A pesar de que eran muy poquitos, ella sabía que podía contar con ellos siempre y que ellos contaban con ella en todo momento. Pero eran muy diferentes a la joven, tal vez demasiado. Había muchas cosas que no podía compartir con ellos, miles de asuntos en los que diferían. Y la joven sabía que la diferente a todos era ella. Y discutían, por muchas cosas. Entonces ella dudaba si lo correcto era siempre defender su fe, o quedarse callada, para evitar una pelea. Cuando hablaba, se sentía mal durante la discusión, por las ganas que tenía de tener la razón y por las veces que se quedaba sin palabras. Pero después, cuando recordaba cómo había actuado, defendiendo a pesar de todo lo que creía, casi siempre se sentía bien, aunque no hubiera logrado nada. Y cuando callaba, nadie la criticaba por lo que pensaba, pero después se sentía una hipócrita y una cobarde, incapaz de defender sus convicciones, o al menos intentarlo.

Así era como se sentía, perdida, algo solitaria, en un mundo en el que todos eran diferentes. Excepto su familia. Sus padres siempre le habían enseñado a creer en Dios, a tener fe y a defenderla. Al crecer descubrió que con sus primas, de su edad y en la misma situación, podía compartir muchas cosas, podía hablar mucho más profundamente que con sus amigos y coincidir en casi todo. Con sus hermanos, aunque más pequeños, también se identificaba. Eso la ayudaba a sentirse más auténtica, a poder ser ella misma cuando estaba con las personas que la comprendían. También sentía que con sus amigos, tanto por las cosas que hacían (que, aunque no eran malas en sí, no tenían tanto valor para ella), como por las conversaciones que sostenían, no podía ser íntegramente ella.

De esta manera llegó una etapa de su vida muy especial: un momento de cambios. Una parte de su vida terminaba, esos viejos momentos y anécdotas no volverían nunca más, y otra etapa comenzaba, dando lugar a un mundo nuevo y diferente. Debía comenzar a tomar las decisiones más importantes de su vida. Debía decidir a qué dedicarse a partir de ese momento, y ella, que ya de por sí era una muchacha bastante insegura, se encontraba en un punto de indecisión total. ¡Eran tantas las cosas que deseaba hacer! Había llegado la hora de elegir algunas y de renunciar a otras.

Entonces fue cuando decidió comenzar a rezar, más que nunca. Siempre que podía, rezaba pidiendo al Señor que la ayudara a encontrar el camino. Aunque aún estaba perdida, rezar la ayudó a aumentar su fe y a convencerse más profundamente de cosas que antes no tenía claras. De a poco, comenzó a cambiar y a comprender cuánto necesitaba a Dios para elegir su vocación y para seguir en el camino que Él había construido para ella.

Finalmente eligió, no sin cierta indecisión, algo que le gustaba y que parecía ser su vocación. Vocación, qué palabra difícil, pensaba, hay ciertas personas que desde muy pequeños saben su vocación sin lugar a dudas. Pero a esta muchacha había tantas cosas que le gustaban, tanto que deseaba saber, que para ella no era sencillo en lo absoluto. ¿Y si eligiera mal? Esa pregunta rondaba en su cabeza desde hacía años, la aterraba y era una duda tan grande que no tenía forma de disiparla. Pero confiaba en que, con la ayuda de Dios, esa gran pregunta no sería tan terrible, porque el Señor la guiaría, aún aunque ella eligiera mal el camino.

Y luego, habiendo elegido su profesión, comenzó a buscar un espacio en su futuro donde pudiera aprender más sobre la fe y compartirla con todos a su alrededor. El problema fue que no lo encontró. No sabía cómo crecer en la fe, dentro de la carrera que había elegido, o por lo menos, no de la forma en que ella quería seguir a Dios. Descubrió que deseaba algo más, no simplemente, como ella decía, “dar el sí a Dios, pero quedarme quieta en el lugar, sin comprometerme con mi fe”.

La solución se la envió el Señor, que la ayudó a decidir, con el apoyo y la influencia de todos los que la rodeaban. Hablando con una de sus primas, supo que podía ser completamente sincera con ella y le contó algo que era como una semillita en su corazón, que había nacido allí, no mucho tiempo antes. Estaba bien aferrada en su interior, pero, por ser tan pequeña como una semilla, no tenía las fuerzas para salir y gritarle al mundo lo importante que era. Su prima, junto con una amiga catequista y también con la ayuda de su madre y de Dios, la ayudaron a regar esa semillita hasta que se transformó en una convicción y luego en una importante decisión. Era algo que la ayudaría tanto para crecer en conocimientos de la religión (para poder transmitir la palabra de Dios y dar su opinión sin miedo a quedarse sin palabras), como para misionar y poder compartir con todos, aquello que amaba. De esta manera, la muchacha decidió ser catequista.

 
 
Aún no sé si esta joven siguió viendo a sus antiguos amigos, ni si alguna vez se atrevió a enfrentarlos y logró algo con eso. Pero estoy segura de que los siguió viendo, respetando las diferencias y que nunca más calló. Luego de aprender lo importante que es dar testimonio de su fe, y, más aún, luego de comprender que su deber siempre fue y será defender lo que ella cree, siempre intentó dar lo mejor de ella misma para explicar lo que sabía y callar lo que no sabía, aún cuando pocas veces hubiera tenido efecto. Y también creo que, finalmente, tuvo algún resultado, por pequeño que éste sea.
Tampoco sé si ella eligió bien, o se equivocó. No sé si cambió de opinión luego de empezar la carrera, ni si terminó el seminario. Lo que sé es que, haya elegido bien o no, aún estaba a tiempo de arrepentirse y de cambiar las cosas, y eso es lo que me da esperanzas de que, aunque inicialmente no hubiera elegido bien, tal vez pudo animarse a arreglar su error y finalmente, hacer lo correcto. Y si lo hizo, estoy segura de que no lo hizo sola, sino con la ayuda de Dios y de todas las personas que la rodeaban y la ayudaron a crecer cada día, y que seguro la seguirán ayudando siempre.
 
Muchas gracias a todos lo que alguna vez me ayudaron, intencionalmente o no, a los que, con alguna palabra sincera, me hicieron dar cuenta de algo que siempre había estado allí, pero que, sin su ayuda, nunca hubiera descubierto. ¡Gracias por ayudarme a descubrir el camino!

 

 

María Cristina Rodríguez