Decía el Cura de Ars que «el corazón de los santos es líquido». Y decía muy bien. Porque, efectivamente, cuando se llega a los cuarenta o a los cincuenta años ningún corazón es ya de carne. El de los egoístas se ha vuelto de piedra. El de los dedicados a amar se ha hecho líquido. Y quiero advertir que no estoy usando metáforas.
Porque es cierto que todo hombre, al llegar a una cierta edad, es responsable no sólo de su cara, sino también de su corazón. Y eso pasa en lo físico y en lo espiritual.
Mis médicos controlan cada dos meses una enfermedad de mi corazón que tiene un nombre precioso: cardiomegalia. Al parecer he vivido no sé ni cuántos años descuidando mi tensión arterial y, al tenerla más alta de lo justo, mi sangre ha ido golpeando mi corazón y ahora resulta que uno de sus ventrículos se ha convertido en un hotel así de grande.
Ya me gustaría a mí que el «corazón de mi alma» padeciera la misma enfermedad. Que el querer a la gente hubiera ido dilatándolo y ahora tuviese yo corazón para muchos.
Porque también en lo espiritual «la función hace el órgano». Quien se acostumbró a cerrar su alma y su corazón a cuantos le rodean, termina por tener la una y el otro acartonados, esclerotizados, petrificados. El egoísmo se paga. Y el que nunca amó está condenado a no amar jamás y a no ser querido por nadie.
Perdónenme que sea un poquito cruel y me atreva a preguntar cuántas soledades no se han ganado a pulso. Y sé que el mundo no es desagradecido y que, con cierta frecuencia, recibes rabotazos como res- puesta a gestos de cariño. Pero también es cierto que la mayoría de las veces el que ama es amado y el que no tiene nadie que le quiera es, probablemente, porque él no amó a nadie. El egoísta, a la corta o a la larga, acaba siempre por firmar su autocondena a soledad perpetua.
El santo, en cambio -es decir, todo el que ama- termina por tener el corazón líquido. Se vuelve blando, un poco tonto, pero siente cómo le va invadiendo la ternura, el alma se le va volviendo flexible, hasta el punto de que quienes conviven con él nunca pueden chocar con su alma; al contrario, reposan en él su cabeza. Se han hecho de miel y se los comen gozosamente las moscas.
A mí me encantan los vicios que se vuelven no chochos, sino blandos. Esos estupendos ancianos que tienen el alma tan llena de ternura que comprenden a todos y todo. ¡Y qué pena, en cambio, esos ancianos que más que ancianos son viejos, que están envejecidos, acartonados, que no se sienten queridos porque, tal vez, no quieren ya a nadie sino a sí mismos! ¡Felices los que al llegar a la madurez perciben que el amor les ha crecido más que la sabiduría! ¡Felices los que tienen el corazón líquido de ternura! Todos los que les rodean beberán su experiencia como un agua fresca. Y se sentarán a su lado como el caminante cansado junto a una fuente.
José Luis Martín Descalzo
Razones desde la otra orilla