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Algo para contar
El novicio sediento
lunes, 14 de septiembre de
La leyenda dorada de los padres del desierto cuenta la historia de aquel viejo
monje que todos los días debía cruzar un largo arenal para ir a recoger la leña que
necesitaba para el fuego. En los días de verano, cuando el sol ardía, el camino se
hacía interminable para el anciano monje. Por fortuna, en medio del arenal surgía
un pequeño oasis en cuyo centro saltaba una fuente de agua cristalina que mitigaba
los sudores y la sed del eremita.
Hasta que un día el monje pensó que debía
ofrecer a Dios ese sacrificio: nunca más se inclinaría hacia la fuente y regalaría a
Dios el sufrimiento de su sed. Y al llegar la primera noche, tras su sacrificio, el
monje descubrió con gozo que en el cielo había apareció una nueva estrella,
brillante, tan alegre como la fuente a la que había renunciado.
Desde aquel día el camino se le hizo más corto al monje. El sudor era casi una
alegría. Renunciar a la fuente se había vuelto sencillo, porque el gozo de ver «su»
estrella encenderse cada noche en el cielo era mucho más intenso que la sed que el
sol del camino producía.
Y el monje se habituó al descubrimiento diario de aquella
estrella que le testificaba que Dios estaba contento con él.
Hasta que un día tocó al monje hacer su camino junto a un joven novicio. El
muchacho, cargado con los pesados haces de leña, sudaba y sudaba. Y cuando vio
la fuente no pudo reprimir un grito de alegría: «Mire, padre, una fuente». En un
segundo cruzaron mil imágenes por la mente del monje: si bebía, aquella noche la
estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía, tampoco el muchacho se
atrevería a hacerlo.
Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente
y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le
miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su
alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella.
Pero nada dijo de esta tristeza. Porque eso habría entristecido también al muchacho.
Y al llegar la noche el monje apenas se atrevía a levantar los ojos al cielo, que
hoy le parecería vacío. Lo hizo, al fin, con la tristeza en el alma. Y sólo entonces
vio que aquella noché en el cielo se habían encendido no una, sino dos estrellas.
Aquel día entendió el monje esa frase evangélica que dice que Dios ama más la
misericordia que todos los sacrificios.
Entendió que Dios no ama el esfuerzo por el
esfuerzo, sino que lo que mide es el amor con que las cosas se hacen. Descubrió
que el hacer feliz al prójimo es más meritorio que todas las privaciones. Supo que
uno no debe mortificarse nunca mortificando a los demás. Vio que en el alma de
los hombres se encienden tantas estrellas como hombres amamos.
José Luis Martín Descalzo
Razones para vivir
Milagros Rodón
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