El zorzal enjaulado… el Cristo encerrado (relato)

martes, 12 de enero de
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     Don Ceferino Nicanor era un paisano que hacía de puestero y cuidador en una gran estancia de las sierras cordobesas. Como miembro de la peonada se encargaba de custodiar la majada, ahí donde pastaba y se reunía el ganado: había ovejas, cabritos y algunos terneros guachos.

 

     Ceferino no tenía familia, era un tipo dedicado a lo suyo, un baqueano que conocía la zona como la palma de su mano. Desde muy joven había entrado a trabajar en la estancia, el rancho donde vivía estaba justo en la cuesta, antes de llegar a la quebrada por donde pasaba un arroyito. Pero aunque no parezca, Don Ceferino era un privilegiado entre muchos: tomaba agua pura directo de la vertiente, se refrescaba en las aguas del arroyo, podía elegir al mejor cabrito para un buen asado y respiraba el aire más puro y serrano. Si había algo que le gustaba al paisano era bajar a la quebrada y adentrarse en los montes de tabaquillo para disfrutar del aire fresco y del canto de las aves.

 

     Las sierras abundaban de jilgueros, calandrias, venteveo y chingolitos; pero Ceferino se fascinaba cuando escuchaba al zorzal entre medio de las piedras donde bajaba a tomar agua en un remanso. ¡Que belleza! ¡Cuánto gozo habrá sentido cada vez que escuchaba ese canto!

 

     Tan grande era su pasión por el zorzal que un buen día se decidió a atraparlo. Ya había fabricado una jaulita con recortes de alambre y la iba a usar como trampa para el pobre animalito. Lo esperó varias horas sentado al lado del arroyo hasta que en un momento el zorzal bajó a tomar agua, y como quien no quiere la cosa ¡zácate! el emplumado cayó en la trampa. Imaginen la alegría de Don Ceferino, tenía lo que tanto quería… y se lo llevó a su rancho para que cantara ahí y no tener que bajar a la quebrada para escucharlo. Iba a amanecer cada día con ese silbido majestuoso ¡que barbaridad!

 

     Pero… pero Ceferino se llevó una sorpresa: pasaron algunos días y el ave parecía empacada, no cantaba, estaba totalmente muda. El buen hombre siguió insistiendo, le cambió las semillas para que comiera y le puso agua de la vertiente… pero nada cambiaba. Todo era en vano, Ceferino amaba su canto pero no sabía cuidarlo: lo tenía enjaulado, pobre zorzalito. Ni siquiera sabía que en lugar de semillas se alimentaba de gusanos y bichitos o que en vez de una lujosa jaula prefería la amplitud del monte y para peor, este zorzal era muy tímido.

 

     Sin más remedio, Don Ceferino, cansado de esperar el canto de su ave lo dejó en libertad. Y el pequeño pajarito le agradeció: cada tarde volvía al remanso a tomar agua y le regalaba a Ceferino su mejor canto y su ágil vuelo. Ceferino había entendido que no podía aprisionar a ese que recitaba cantos y animaba el paisaje de la serranía.

 

 

     Cuántas veces actuamos como Ceferino en nuestra vida, nos dejamos llevar por nuestros intereses y no nos detenemos a pensar que así podríamos sacarle el color a cualquier paisaje. Porque el amor es eso: tomarse un momento para pensar en nuestro prójimo, en el monte y la sierra que nos rodea y que también necesita del zorzal para embellecer el ecosistema.

 

     Como cristianos no podemos enjaular al zorzal, no podemos adueñarnos de Cristo. Al contrario, como nos pide el Papa Francisco debemos salir al encuentro de Cristo y del hermano, hay que ir a las periferias, bajar a esa quebrada que por tan escarpada que sea, nos promete un remanso en la correntada y el canto dulce de un zorzal: nos promete la paz para el alma y el disfrute del amor del Padre. Que esta sea una Iglesia en salida, misionera y misericordiosa.

 

Facundo Guelfi