Señor, esta tarde, en la noche inmóvil y silenciosa, oigo el suspiro
profundo del mundo inquieto, el grito trágico de los
hombres angustiados.
No saben a quién dirigir sus lamentos, buscan a tientas, se extravían,
se enfurecen o se resignan.
Dame un oído fino y un corazón grande para que pueda recoger
sus llamadas y darles un sentido.
Quisiera recoger todos sus gritos y ofrecértelos como una inmensa súplica que suba de la tierra hacia ti, una oración:
Oh Señor, acuérdate de tu alianza,
muéstrate, te necesitamos, eres nuestro Salvador.
Ayúdame a reencontrarte, yo que tan frecuentemente
vivo y actúo como si no estuvieses aquí.
Ayúdame a ser de este mundo
pero contigo, en mí,
en mi corazón,
en mi carne viva,
en mis gestos de hombre.
Ayúdame a ser aquel que avanza,
que avanza en la vida,
allí por donde avanzan los hombres,
con ellos,
uno de ellos,
pero sin mirar mis pies,
sin ir a tientas como un ciego,
fija la mirada adelante como quien ve.
Quisiera,
sí, Señor, quisiera con todas mis fuerzas
que viéndome avanzar en medio de ellos como un vidente,
quedasen libres de su angustia.
Michel Quoist, en “Cita con Jesucristo”