«Siempre he sentido el deseo -escribe Teresa- de llegar a ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, veo que entre ellos y yo existe la misma diferencia que hay entre las altas montañas cuya cima está más allá de las nubes y el grano de arena pisoteado por los transeúntes. En lugar de desalentarme pienso: Dios nuestro Señor no inspira deseos irrealizables.»
Detengámonos un instante; con qué precisión razona la Santa. Dios -el Espíritu Santo- no despierta jamás en el alma deseos irrealizables; cuando inspira deseos tiene intención de satisfacerlos, de colmarlos con creces. Los deseos son en el alma como el fruto de la acción del Espíritu Santo. La palabra «deseo» se encuentra constantemente en los escritos de Teresa; indicio verdaderamente significativo. Son clásicos los deseos personales de Teresa, que no tienen límite ni medida; son inmensos, infinitos.
«puedo, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad. ¿Qué hacer? Crecer me es imposible; debo resignarme a ser tal cual soy, con mis innumerables imperfecciones, pero quiero encontrar el medio de ir al cielo, por un camino muy recto, muy corto, un camino enteramente nuevo. Estamos en el siglo de los inventos; ya no hay que tomarse el trabajo de subir los peldaños de una escalera: un ascensor los reemplaza con ventaja. ¡Yo quisiera encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús!, pues soy demasiado pequeña para subir la empinada cuesta de la perfección.»
¡Cuántas almas piensan esto mismo, pero se quedan desalentadas al pie de la escalera!
«Entonces abrí la Escritura Sagrada, esperando encontrar en ella la solución que necesitaba; y leí estas palabras de la Sabiduría: Si alguno es muy pequeño, que venga a Mí (Prov. 9, 4 y 16). Me acerqué, pues, a Él, presintiendo que había descubierto lo que buscaba. Deseando saber qué hará el Señor con el alma pequeña que a Él se acerque, me encontré con estas consoladoras palabras: Como una madre acaricia a su hijo, así yo os consolaré, os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas (Is. 66, 13). ¡Ah, jamás he escuchado palabras tan tiernas y conmovedoras! ¡Vuestros brazos, oh Jesús, son el ascensor que debe llevarme al Cielo! Para esto no tengo necesidad de crecer; al contrario, he de procurar ser más pequeña cada día!»
Los brazos de Jesús, en lenguaje no metafórico, sino teológico, significan el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo. Sus dones son a manera de brazos que nos elevan. «Ascensor», esta palabra expresa con precisión admirable la obra del Espíritu Divino. Es la palabra de San Pablo: Los que son movidos por el Espíritu Santo, escrita en lenguaje moderno. En verdad, la obra de la santidad no se lleva a cabo sino bajo la influencia del Espíritu Santo, que es quien mueve al alma, quien la lleva, quien la levanta hasta la perfección de la caridad, hasta la santidad.
¿Cómo corresponder a esta obra? ¡Humildad y confianza! Si alguno es pequeño, que venga a Mí. Teresa, iluminada por el Espíritu Santo, comprendió perfectamente esa palabra de la Sabiduría «Ser pequeño», es decir, conocer y amar la propia impotencia y «buscarle a Él», al Amor infinito; ése es el ascensor divino. Y entonces no somos nosotros quienes subimos: es Él quien nos eleva, y al alma sólo le toca dejarle hacer, seguir su movimiento ascendente. Él nos elevará por encima de nosotros mismos, de nuestros defectos, y poco a poco nos librará de nuestro «yo» egoísta. ¡Esta es su obra esencial, obra divina, para cuya realización sólo pide al alma un gran deseo acompañado de una confianza total en sí misma y de una confianza sin límites en Él, en su amor gratuito y omnipotente! ¡Humildad, confianza!
Aquí, está contenida toda la doctrina de Teresa, reducida a sus elementos teológicos. Pero ¿y la corrección de los defectos?, ¿y la adquisición de las virtudes?, ¿y la cooperación humana en el trabajo de la perfección? En la mente de Teresa todo está compendiado en esta sencilla fórmula: entregarse a Dios con humildad y confianza. La sinceridad debe caracterizar al alma que se entrega enteramente al Amor Misericordioso, sin tener en cuenta sus defectos y miserias.
Creer en el Amor; recalquemos una vez más la extraordinaria importancia de la fe en el Amor Misericordioso. Evidentemente, el alma ha de cooperar con su trabajo, con sus propios esfuerzos…, pero en esta labor no tanto se mira a sí misma cuanto a Dios; no tanto trabaja cuanto se entrega a la acción de Dios, en quien deposita toda su confianza. No se ha de olvidar que Dios es el primer agente de la santidad. El alma que se siente amada de Dios conoce experimentalmente esta verdad palpando la acción divina en su propio trabajo. De ahí su confianza y su fortaleza, que la mueve a obrar con humildad, con suavidad, con paz; sin agitación, sin impaciencia, sin inquietud, sin apresuramiento y, por encima de todo, sin desaliento.
Teresa nos alienta cuando nos viene desanimo por no tener tanto éxito en el esfuerzo de corregir nuestros defectos:
«Es usted como un niño pequeño que empieza a tenerse en pie y aún no sabe andar. Quiere llegar a lo alto de una escalera para encontrarse con su madre, y levanta su piececito intentando subir el primer peldaño. En vano; cae y recae sin poder adelantar. Pues bien, sea usted como ese niño. En la práctica de las virtudes levante su pie para subir la escalera de la santidad, pero no se crea capaz de llegar ni al primer peldaño. Dios nuestro Señor no pide más que su buena voluntad. Desde lo alto de esa escala, Él la mira con amor; vencido por la inutilidad de sus esfuerzos, no tardará Él en bajar y tomándole en sus brazos la llevará para siempre a su reino.»
Aquí vemos descrita la cooperación del alma en el trabajo de la perfección. Dios nuestro Señor no pide más que nuestra buena voluntad, nuestro deseo de complacerle, y nuestros pequeños y estériles esfuerzos. ¡Es lo único que está a nuestro alcance! Él lo sabe, y si perseveramos con humildad y confianza a pesar de nuestros repetidos fracasos en el deseo de complacerle, nos tomará en sus brazos y nos llevará… Otra vez el símil del ascensor, pero aquí se describe el trabajo del alma en cooperación al de Dios.
¡Qué paz, qué sosiego experimenta el alma que con esas disposiciones se esfuerza y trabaja en la adquisición de las virtudes! Orientada hacia Dios, descansa en Él en medio de su actividad, y de Él se fía plenamente, aun en sus fracasos e imperfecciones. La gran ocupación y preocupación del alma no es ya el progreso en la virtud, sino el deseo de agradar a Dios, único norte de su vida.
¡Entrega! ¡Dejarse hacer! ¡Renuncia! Ahí está la santidad. Porque «la santidad no consiste en tal o cual práctica; consiste en una disposición del corazón que nos mantiene humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad, y plenamente confiados en su bondad de Padre». ¡Pero qué pocas almas viven en esta disposición!… «Hemos de resignamos a permanecer siempre pobres y débiles, y esto es lo difícil; amemos nuestra pequeñez, nuestra impotencia; entonces seremos pobres de espíritu, y Jesús bajará hasta nosotros y nos transformará en incendio de amor.» Todo ayuda, pues, al alma a unirse con Dios, que es el Único necesario.
A este estado invita Teresa a las almas pequeñas; al estado de los hijos de Dios, que se dejan atraer, que se dejan llevar por el espíritu de Jesús, es decir, por el Espíritu de Amor. Esto es puro Evangelio. ¡Hagámonos niños!
Parte del capítulo “Santa Teresa y el Espíritu Santo”, del “Retiro con Santa Teresa del Niño Jesús” por Padre Liagre.