Seguir el rastro en nuestras propias cruces

miércoles, 20 de abril de
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En un relato Ansel Grün cuenta que un hombre encontró el tesoro en lo alto de un castillo custodiado por perros feroces que le ladraban. Sólo cuando aprendió el lenguaje de los perros pudo acceder a su tesoro. Lo mejor de la vida a veces viene escondido a través de las dificultades. Suele ser la cruz y el diálogo con ella, abrazándola como se nos ofrece, donde está escondido lo que estamos buscando. Por eso no hay que esquivarla, sino agarrarla y abrazarla, y asumiéndola descubrir que detrás de ella está lo anhelado y lo deseado. 

 

El olfato del seguidor de Jesús ha de dar con señales que muestran el paso del Señor crucificado y resucitado. En nuestra propia existencia hay señales de cruz y de resurrección donde el Señor nos alcanza y nos invita a ir detrás de Él para ir por mucho más de lo que tiene para regalarnos. 

 

Las sendas que Dios abre delante de nosotros deja rastros de amor, y el amor de Dios se expresa como en ningún otro lugar en la cruz. Por lo tanto la vida cuando está marcada por la cruz es señal de que Dios ahí esta vivo y presente, por eso la cruz no debe ser rechazada. Cuando nos toca sufrir tendemos a retraernos, escondernos, buscar atajos, el no asumirla… porque no estamos hechos para el dolor, sin embargo forma parte de nuestra existencia. Solo en la medida que asumimos la cruz, podemos encontrar lo que por delante se nos abre como secreto de vida que transforma. El rostro pleno de Jesús aparece en la Pascua, en la cruz: “Este es el hombre” dice Pilato cuando lo muestra a Jesús lleno de espinas camino a la cruz. La realidad de la humanidad se hace transformante cuando asumimos nuestras propias cruces y vamos detrás de lo que Dios nos ofrece como salvación. Es la cruz nuestra gran aliada. Esa que tantas veces rechazamos, esa que no nos gusta de entrada y que buscamos esquivar. Ser un sabueso detrás del Señor es ir buscando detrás de las propias dificultades la presencia de un Dios que está escondido en un misterio de vida allí donde parece que las cosas terminaron. Con sencillez, con humildad, con grandeza de alma, con inteligencia interior, con capacidad de discernimiento… la sabiduría está colgada en el árbol de la cruz.  En la cruz se esconde la sabiduría, y nosotros no podemos sino encontrar la savia de la vida allí mismo donde se nos muestra el camino en los que van detrás del crucificado.  

 

“El que quiera seguirme que cargue con su cruz y que me siga” dice Jesús, lo que sería “el que quiera seguirme que entienda el lenguaje de la cruz” dice Jesús. La naturaleza humana tiende a rechazar la cruz, y en verdad ahí está el secreto y el tesoro. Podemos perder el olfato si nos corremos del camino de la cruz. Podemos desviarnos o esquivarnos, como edulcorar el camino u olvidarlo. Como cuenta Mamerto Menapace en aquel hombre que decidió ir tras el secreto de su vida y se le dió una cruz y la cargó. Cuando fue por el camino vio que le quedaba incómoda, la lijó un poco, le hizo frío y le arrancó una rama, y así… Cuando llegó al final del camino le dijeron que subiera la pared con su cruz. La había cortado por todos lados y ya no le alcanzaba para pasar del otro lado. Entonces le indicaron que volviera y buscara alguien que la estuviera cargando y le ayudara. A nadie se le pide más de lo que puede. El tamaño de la cruz es según el tamaño de tus posibilidades, por lo tanto buscá compañeros para cargar la cruz, enseñale que a la cruz no se le quita nada de lo que tiene, y los dos podrán venir hasta el final.

 

Tenemos el olfato para encontrar a Dios. Ha sido un don de Dios. Buscar a Dios significará responder al Dios preexistente. Al Dios que nos amó primero, al Dios que nos llamó, que nos eligió. Al que nos miró y nos tuvo en cuenta. Al que activó nuestra capacidad de búsqueda. El que dijo: Fulano! Y tocó mi nombre. Tocó mi identidad, mi persona y me despertó. Seguir y buscar a Dios será responder.

Sin dudas nuestra búsqueda de Dios, en el fondo, siempre es una historia de amor. Si abandonáramos la búsqueda de Dios nos conformaríamos con poca cosa. Como en el ejemplo de la parábola del hijo pródigo. Nos conformamos sólo con saciar nuestro apetito con desperdicios, que en realidad están destinados a alimentar a los cerdos. Nuestra alma permanecerá viva mientras continúe nuestra búsqueda de Dios.

 

Padre Javier Soteras

 

Oleada Joven