Aprendiendo con Teresita de Lisieux: “La caridad con el projimo”

jueves, 9 de junio de
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Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn. 14, 95). Esto os mando: que os améis unos a otros (Ib. 15, 17). Mis mandamientos se reducen a uno: amaos los unos a los otros. Estos dos amores, amor de Dios y amor del prójimo, son inseparables.

 

Así lo comprendió Teresita de Lisieux, aprendamos de esta santita.

Procuraba ante todo amar a Dios, y amándole a El comprendí el deber de la caridad en toda su extensión». «Cuando más unida estoy a Jesús, más amo a todas mis Hermanas». Había comprendido a su Maestro. Jesús ama a Dios su Padre, y en virtud de ese amor ama también a los hombres, porque el Padre los ama, y se entrega por ellos. Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (1 Jn. 4, 20). La razón es muy sencilla: ¿Pues quien no ama al prójimo a quien ve, cómo amará a Dios, a quien no ve?

Amar a Dios, que nos ama; amar a los hombres porque Dios los ama; es la esencia del Evangelio. Teresa lo comprendió y lo vivió.

La caridad es renunciarse a sí mismo, a fin de vivir para los demás.

Pero para obtenerla es necesario ponerlo en practica, la caridad que nace de Teresita no es mas que fruto de haber comprendido el amor. No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn. 3, 18).

En nuestra vida real, nuestras relaciones con el prójimo, con nuestros hermanos, se reducen a una serie de circunstancias vulgares, insignificantes, de pequeños detalles; y es en ellos donde hay que practicar la caridad, el olvido propio. Desperdiciar esas ocasiones es exponerse a vivir de ilusión, reduciendo nuestra caridad al terreno de la teoría. Al contrario, la verdadera práctica de la caridad consiste en estar alerta para descubrir y aprovechar esas pequeñeces. Así lo hizo Teresa, entregándose a sí misma y sobrellevando a los demás.

Veamos su caridad bajo este doble aspecto: entrega de si; paciencia con el prójimo.

 

#Don de sí:

 

«Mis mortificaciones consistían en romper mi voluntad, siempre dispuesta a imponerse; en no replicar; en hacer pequeños servicios sin darlo importancia». O bien: «Si toman una cosa de mi uso, no debo dar a entender que lo siento, sino, al contrario, mostrarme feliz de que me hayan desprendido de ella». Estos rasgos tan insignificantes nos revelan la delicadeza de su caridad. Y nos enseñan que esta virtud implica el olvido propio. Y eso es lo que de ordinario nos falta. Aun en el deseo de practicar la caridad nos mueve a veces el secreto afán de parecer caritativos.

 

Nada de eso se advierte en nuestra Santa: «No debo ser complaciente para parecerlo o para ser correspondida». Y recuerda las palabras de nuestro Señor: Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿ qué mérito es el vuestro? Puesto que aun los pecadores hacen lo mismo (Lc. 6, 33). Al que te pida, dale…, y al que quisiera quitarte la túnica, alárgale también la capa (Mt. 5, 40). ¿Qué entendemos por «alargar la capa»? Dice Teresa: «Renunciar a los más elementales derechos; considerarse esclavo de los demás». Esto es puro Evangelio, y Teresa se da cuenta de que, «lejos de agradecer sus servicios, abusarán quizá de su amabilidad. Fácilmente cargarán de trabajo a las que siempre están dispuestas a ayudar».

 

¿Cual es su conclusion practica?: «No debo alejarme de las Hermanas que fácilmente me piden favores». Teresita conoce el egoísmo y recuerda las palabras del Maestro: No tuerzas tu rostro al que pretende de ti algún préstamo (Mt. 5, 42). Con lo que ella reflexiona lo siguiente: «No basta dar al que me pida; debo adelantarme y mostrarme muy honrada de que me pidan un favor».

Citemos cómo vivió nuestra Santa este principio. Había en el Carmelo una Hermana anciana y enferma que apenas podía andar. Era difícil contentarla, había que sostenerla por detrás, por delante; andar ni demasiado de prisa ni demasiado despacio; llegando al refectorio había que instalarla de cierta manera, recogerle las mangas a su modo, disponer los cubiertos, cortar el pan también a su modo. La pobre enferma se quejaba constantemente. Teresa se ofreció a ayudarla y se hizo su esclavita. Y con paciencia llegó a hacer sonreír a la pobre Hermana. Qué ejemplo tan bello. Para conquistar las almas es preciso amarlas, es preciso entregarse. En eso consiste la caridad, en el don de sí, en el olvido propio. Es la enseñanza de Jesús en el Evangelio.

 

#Soportar a los demás.

 

El olvido propio, es decir, la caridad, exige con el don total de sí mismo la benevolencia con el prójimo. La práctica de la caridad no será perfecta si no soportamos pacientemente al prójimo. «Pacientemente». No olvidemos que la paciencia es la raíz de toda virtud. San Pablo comienza el elogio de la caridad con estas palabras: La caridad es paciente (1 Cor. 13, 4).

La primera condición necesaria para practicar la caridad es ser paciente cueste lo que cueste. Paciencia con todos y en todo; es preciso sufrir las flaquezas del prójimo, carácter, defectos, faltas, imperfecciones. Veamos cómo supo Teresa ejercitar esta virtud.

 

Santa Teresa del Niño Jesús sentía una antipatía natural muy acentuada hacia una Hermana que tenía el don de desagradarle en todo. Para no dejarse llevar de sus sentimientos se valió de un medio ingenioso durante muchos meses, hasta conseguir una victoria completa. «Procuraba -dice la Santa- hacer por esta Hermana lo que haría por la persona más querida. Cada vez que la encontraba pedía a Dios por ella; no contenta con esto, procuraba prestarle cuantos servicios pudiera, y cuando se sentía tentada de contestarle bruscamente, le dirigía su más amable sonrisa. Con frecuencia, al verme tentada con mayor violencia, para que ella no se apercibiera de mi lucha interna, huía como un soldado desertor». Y confiesa alegremente «que este medio, poco honroso quizá, le dio un gran resultado». ¡Así combaten los santos!

 

Teresa nos dice: «He comprendido que la verdadera caridad consiste en soportar los defectos del prójimo, en no extrañarse de sus debilidades». Pero Teresa no se contenta con esto. Su mirada, iluminada por el amor, ve en esas flaquezas del prójimo otros tantos instrumentos que Dios le depara para liberarla de si misma, de su amor propio, de su egoísmo.

Conocía el valor de este consejo que daba a las Novicias: «Cuando sintáis una violenta aversión hacia una persona, pedid a Dios la recompense, porque os ocasiona sufrimiento. Este es el mejor medio de recuperar la paz». Si comprendiésemos el poder santificador de la paciencia, reconoceríamos que las personas que nos hacen sufrir tienen derecho a nuestra gratitud.

Es un defecto bastante común que cuando vemos una culpa o equivocación en el prójimo nos empeñamos en hacérselo ver. Veamos qué piensa la Carmelita de Lisieux de estas impaciencias disfrazadas: «Querer persuadir a nuestras Hermanas de que son culpables, aun cuando esto sea cierto, no es buena táctica. No hemos de ser jueces de paz, sino ángeles de paz». Esta palabra, «ángel de paz».

 

La joven Maestra de Novicias sabia, por otra parte, que quienes desempeñan ciertos cargos tienen el deber de reprender, de corregir, de orientar a las almas. Ella lo hacía. Pero ¡con qué delicadeza! A impulsos de su caridad, curaba y fortalecía a las almas enfermizas. «Siento -escribía- que debo compadecerme de las enfermedades espirituales de mis Hermanas, como usted, Madre, se compadece de mi enfermedad física». La Santa estaba por entonces enferma, y los cuidados que le prodigaba su Madre Priora le sugerían esta reflexión. « ¡Con cuántas precauciones hay que tratar a las almas que sufren! A veces, inconscientemente, se las hiere por falta de miramientos, por desatenciones o procederes poco delicados, cuando sería necesario prodigarles toda clase de alivios».

 

Un último rasgo muestra cuánto le costaban las victorias de la caridad a nuestra Santita, lo cual no deja de ser alentador. Se trata de una Hermana que en la oración no cesa de menear el rosario, con el ruidito consiguiente. «Hubiera querido -dice- volver la cabeza (quién no lo hubiera hecho) para mirar a la interesada a fin de que cesara el ruidito. Pero comprendí que era mejor sufrirlo pacientemente para evitar a la Hermana una pena.» Y añade: «Procuraba, pues, quedarme quieta, pero a veces me inundaba el sudor y mi oración era de sufrimiento y de lucha. Procuraba aficionarme a ese ruidito desagradable. En lugar de esforzarme en no oírlo cosa imposible-, lo escuchaba atentamente como si se tratara de un maravilloso concierto. Y mi oración, que ciertamente no era de quietud, se reducía a ofrecer ese concierto a Jesús».

 

Nada es pequeño si tiene por móvil la caridad. Esa es la infancia evangélica. Y Teresa lo ha comprendido.

 

Fuente: www.abandono.com

 

Noelia Viltri