Ora et labora

lunes, 11 de julio de

 

Hace casi ya mil quinientos años, San Benito, el fundador de numerosos monasterios que se agruparían más tarde para ser conocidos como monjes benedictinos, acuño una frase que sería el lema de sus hermanos y pasaría a la historia como la síntesis de su misión y espiritualidad: “Ora et labora”, “reza y trabaja”.

Hoy en día nos puede resultar muy extraña la unión de dos palabras que no parecen tener demasiado que ver. ¿En qué se relaciona nuestra oración con el esfuerzo por ganar el pan de cada día? ¿Cómo nuestro diálogo con Dios influye o es influido por nuestro oficio u profesión? Pareciera que sólo los monjes pueden unir sin grandes complicaciones dos términos tan distintos. Y sin embargo, hoy queremos adentrarnos en el profundo vínculo que tienen, y trazar algunos caminos para unirlos cada vez más. Pero antes, pongamos las cosas en claro.

Llamados a santificar

La misión del bautizado, especialmente de los laicos, está en santificar la realidad en la que vive. Por el bautismo, recibe el participar en el sacerdocio de Jesús. Esto quiere decir que está llamado a santificar, a ofrecer a Dios su vida, sus afectos, su trabajo cotidianos, sus alegrías y dolores, para llenarlos con la buena noticia de Dios.

Esto trae dos consecuencias. La oración se vuelve entonces una necesidad para irradiar el amor del Señor en nuestras tareas. Pero a la vez, sabemos que nuestras ocupaciones pueden ser un sacramento para el encuentro con Dios, esto es, un signo de su presencia salvadora. ¡Dios nos está esperando en la oficina, en el aula, en el consultorio! ¡En el campo y en la ciudad, nos dirige su Palabra! De aquí que, por un lado, estemos llamados a una vida de oración intensa, que nos haga transparentar cada vez más la presencia del amor del Padre, y, por otro lado, busquemos enriquecer nuestra oración con el trabajo cotidiano.

La intercesión: dejar que los demás entren en nuestro corazón

Nuestro trabajo nos inserta en la sociedad, nos involucra en el ritmo de nuestras ciudades y pueblos, nos hace entrar en relación con mucha gente. Algunos pasan brevemente por nuestras vidas; otros comparten un buen tramo del camino. De un modo u otro, su presencia nos recuerda que la vida y el trabajo siempre son compartidos, tienen su origen y su destino en otros.

Algunos, por su tipo de trabajo, tienen más acceso al mundo de estas personas. Conocen sus vidas, sus preocupaciones y deseos, sus inquietudes y necesidades. Otros simplemente comparten el ajetreo de cada día con ellas. De un modo u otro, se vuelven una parte de nuestra vida. Y delante de Dios, la forma de expresarlo se llama intercesión. Quizás después de algún encuentro, o de un saludo (o de alguna discusión), presentarle esa persona a Jesús, pedirle por ella o ponerla en su presencia. Abrirse a la presencia del Señor en la oración nos llevará forzosamente a comprometernos más con el prójimo. Y ese compromiso a la vez alimentará nuestra oración delante de Dios, haciendo de la vida del hermano una parte de la nuestra.

Las dificultades y el cansancio

Pero no todas son rosas en el trabajo. Experimentamos a menudo nuestros propios límites en el mundo laboral: cuando el cansancio, la presión o los nervios nos juegan una mala pasada; cuando a pesar de nuestros esfuerzos las cosas no salen como quisiéramos; cuando no logramos relacionarnos con algún compañero o no sabemos cómo prestar nuestra ayuda a quien la solicita. Tocamos entonces el dolor del otro y el nuestro.

En esos momentos nos aproximamos al misterio de la cruz de Jesús. Vivimos la distancia entre nuestro corazón (nuestro deseo de amar y entregarnos) y nuestras manos (nuestra capacidad de obrar y actuar, nuestra eficacia). Nos toca, quizás, de un modo u otro, morir un poco: cediendo en criterios, sufriendo una crítica innecesaria o un cambio en nuestros planes… son muchas las dificultades que tenemos que enfrentar.

Vividos desde Dios, los momentos de dolor pueden ser portadores de salvación. Entregamos gratuitamente nuestro amor unido al de Jesús, para seguir salvando. Pero además, el dolor trae como fruto un despojo que nos une más a Dios y a los hombres. Pues todo sufrimiento nos va quitando la coraza que a veces llevamos puesta. Nos recuerda que estamos vivos y nos pone en contacto con nuestra fragilidad. La profunda necesidad que tenemos de Dios y de los demás (para ser consolados y escuchados) aflora en nuestro corazón. Y nuestra capacidad para compadecernos, para entender el dolor del otro, gana en profundidad y en luz.

Un camino extraordinario


El unir el trabajo a la oración hace que ambos se enriquezcan. La oración se encarna, se hace vida en nuestra vida; el trabajo gana una nueva dimensión, se hace un puente entre Dios y los hombres, y recibe una capacidad de transformación insospechada.

Unir estas dos dimensiones de nuestra vida nos ayudará en un camino de integración y plenitud, para que nuestro corazón, tanto en el trabajo como en la oración, vaya latiendo cada vez más en sintonía con el corazón de Dios y el de tantos hombres que día a día, salen al mundo a transformarlo con su afán.

P. Eduardo Mangiarotti 

en su blog

Oleada Joven