“El sacerdocio es apostólico; es misionero; es ejercicio de mediación; es esencialmente social”

jueves, 4 de agosto de
image_pdfimage_print

El sacerdote es uno que ha sido llamado. Llamado por Dios. Llamado por Cristo. Llamado por la Iglesia.

 

Sea cual sea el modo concreto como la vocación ha resonado en la profundidad de nuestra conciencia y en la realidad exterior de nuestra experiencia, cada uno de nosotros, sacerdotes, recordaremos siempre este hecho que marca la existencia para siempre: la elección divina dirigida a nuestras personas; la palabra de Jesús que, desde el evangelio, ha llegado a nuestra realidad humana.

 

“Yo os elegí a vosotros”; a cada uno de nosotros, sacerdotes, Cristo nos ha dicho: “Ven y sígueme…; os haré pescadores de hombres”. El Papa decía a los jóvenes sacerdotes de todo el mundo: “Dichosos ustedes que han tenido la gracia, la sabiduría y la valentía de escuchar y acoger esta invitación determinante en la vida”. Una opción para siempre, como la de María: “Hágase en mi según tu palabra…”

 

Esta es la ley de la vocación: un sí total y definitivo. “Nadie que después de haber puesto la mano en el arado mira atrás es apto para el reino de los cielos”. Este llamado ha impuesto sus exigencias y sus renuncias; ha pedido la renuncia al amor conyugal para exaltar una plenitud excepcional de amor por el reino de Dios, por la fe, es decir, por el servicio a los hombres, nuestros hermanos.

 

 

Ordenación sacerdotal: para siempre

 

Aquí debemos prestar atención: Dios actúa, por ministerio del obispo, en un gesto sencillo, pero cargado de significado y que se entronca con la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Y quien fue llamado por Dios es ungido, consagrado, ordenado sacerdote.

 

Este gesto de imponer las manos sobre la cabeza del candidato significa y realiza una transmisión de potestades espirituales, que el mismo Espíritu Santo infunde en el discípulo elegido, constituyéndolo ministro de Dios, sacerdote para siempre, dispensador de los misterios, mediador, con Cristo y en él, entre Dios y los hombres. La imposición de las manos sella profundamente en nuestra alma cristiana el sacerdocio de Cristo: tal es el sa­cramento del orden sagrado, por el cual el sacerdote queda capacitado para dispensar a sus hermanos la misma vida divina, a través de la eucaristía y de los sacramentos: potestad de consagrar, de ofrecer y de administrar el cuerpo y la sangre de Cristo, y de retener o perdonar los pecados, como lo enseña la santa Iglesia… No es fácil comunicar con palabras lo que Dios realiza, por la ordenación sacerdotal, en lo más profundo del ser humano.

 

 

Misión: consagrados para ser enviados

 

Nuestro espíritu deberá permanecer siempre maravillado; deberemos dejarnos absorber por la contemplación del misterio de nuestra ordenación sacerdotal, aunque nunca somos suficientemente conscientes de lo que Dios ha obrado en nosotros.

 

El sacerdocio no es para quien está investido de él ni es una dignidad solamente personal; no es un fin en si mismo, pues está destinado al servicio de la Iglesia, a la comunidad, a los hermanos; está destinado al mundo. El sacerdocio es apostólico; es misionero; es ejercicio de mediación; es esencialmente social: “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva…; bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…”

 

El sacerdocio es caridad, amor, ¡y pobre del sacerdote que lo convierte en un egoísmo útil! Es donación total de la vida, porque es crucificante y signo de la pascua; debe estar inmerso en la experiencia multiforme y tumultuosa de la sociedad: “Ustedes son la sal de la tierra; ustedes son la luz del mundo…”

 

El sacerdote queda constituido ministro de la palabra, de la gracia y del amor, por la cual la misión sacerdotal deberá estar siempre marcada: “la caridad de Cristo nos urge”, dice el apóstol san Pablo, y ningún otro estímulo la puede sustituir o superar.

 

Decía el Papa a los sacerdotes que ordenaba en la ceremonia que mencioné más arriba: “Levanten la mirada y contemplen los campos: ya están dorados para la siega…; nos atrevemos a indicar con acento profético el panorama que se ofrece a cada uno de ustedes: el mundo los necesita, el mundo los espera; incluso en el grito hostil que lanza contra ustedes, el mundo denuncia su propia hambre de verdad, de justicia, de renovación, de paz, que solamente el ministerio sacerdotal podrá satisfacer; escuchen el gemido del pobre, la voz inocente del niño, el clamar expresivo de la juventud, el lamento y el dolor de los trabajadores fatigados, el suspiro del que sufre y la crítica del pensador…; no teman: la Iglesia madre y maestra los asiste y los ama”.

 

Jóvenes riojanos: Dios y la provincia necesita de la respuesta valiente y generosa de cada uno de ustedes, para que la Iglesia siga siendo servidora de su pueblo y cuente con testigos de la pascua de Cristo en la consagración sacerdotal.

 

 

Fragmentos de homilía de Monseñor Enrique Angelelli

 

Fuente: Creando Puentes 

 

Oleada Joven