Fiesta de Todos los Santos

martes, 1 de noviembre de
image_pdfimage_print

La fiesta de todos los Santos se dedica a lo que San Juan describe como “una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas”; los que gozan de Dios, canonizados o no, desconocidos las más de las veces por nosotros, pero individualmente amados y redimidos por Dios, que conoce a cada uno de sus hijos por su nombre y su afán de perfección.   Hay quien pone reparos a éste o aquél, reduce el número de las legiones de mártires, supone un origen fabuloso para tal o cual figura venerada. La Iglesia puede permitirse esos lujos, un solo santo en la tierra bastaría para llenar de gozo al universo entero, y hay carretadas.   Por eso hoy se aglomeran en la gran fiesta común: Los humanamente ilustres, Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco, Domingo, Tomás, Ignacio, y los desconocidos: el enfermo, el niño, la madre de familia, un oficinista, un albañil, la monjita que nadie recuerda, gente que en vida parecía tan gris, tan irreconocible, tan poco llamativa, la gente vulgar y buena de todos los tiempos y todos los lugares.

 

La solemnidad de Todos los Santos nació en el siglo Vlll entre los celtas. La Iglesia nos propone esta Visión de gloria al comienzo del invierno, para invitarnos a vivir en la esperanza de una primavera, más allá de la muerte. Quiere también que caigamos en la cuenta de nuestra solidaridad con cuantos han pasado al mundo invisible.

 

Festejamos con alegría a los Santos, pues creemos “que gozan de la gloria de la inmortalidad”, en donde interceden por nosotros. Cada Santo vive intensamente la visión de Dios y su amor, mas su conjunto forma una ciudad, “la Jerusalén celeste”, un Reino abierto a cuantos vivan de acuerdo con las Bienaventuranzas. Son la Iglesia del cielo.   La Gloria de los “Santos, nuestros hermanos”, procede de Dios, cuya imagen reproduce cada uno de ellos de una manera única. Por consiguiente, al venerarlos, proclamamos a Dios “admirable y solo Santo entre todos los Santos”. Todos fueron salvados por Cristo, todos nacieron de su costado abierto. Este es el motivo por el que el lugar por excelencia de comunión con los Santos es la Eucaristía.   En ella les santificó el Señor Jesús con la plenitud de su amor”; en ella podemos también nosotros suplicarle con humildad a Dios que nos haga pasar “de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos”.

 
 

 

 

Oleada Joven