Durante mucho tiempo me he preguntado por qué tenía Dios preferencias, por qué no recibían todas las almas el mismo grado de gracias.
Me extrañaba verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido, como san Pablo o san Agustín, a los que forzaba, por así decirlo, a recibir sus gracias; y cuando leía la vida de los santos a los que Nuestro Señor quiso acariciar desde la cuna hasta el sepulcro, sin dejar en su camino ningún obstáculo que les impidiera elevarse hacia él y previniendo a esas almas con tales favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal, me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en tan gran número sin haber oído ni tan siquiera pronunciar el nombre de Dios…
Jesús se ha dignado instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores que él ha creado son hermosas, y que el esplendor de la rosa y la blancura del lirio no le quitan a la humilde violeta su perfume ni a la margarita su encantadora sencillez…
Comprendí que si todas las florecitas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral y los campos ya no se verían esmaltados de florecillas… Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando los baja a sus pies.
La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos… Comprendí también que el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más sublime.
Y es que, como lo propio del amor es abajarse, si todas las almas se parecieran a las de los santos doctores que han iluminado a la Iglesia con la luz de su doctrina, parecería que Dios no tendría que abajarse demasiado al venir a sus corazones. Pero él ha creado al niño, que no sabe nada y que sólo deja oír débiles gemidos; y ha creado al pobre salvaje, que sólo tiene para guiarse la ley natural. Y hasta sus corazones quiere abajarse.
Estas son sus flores de los campos, cuya sencillez le fascina… Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol ilumina al mismo tiempo a los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo Nuestro Señor se ocupa tan personalmente de cada alma, como si no hubiera otras como ella.
Y así como en la naturaleza todas las estaciones están ordenadas de tal modo que en el día señalado se abra hasta la más humilde margarita, de la misma manera todo está ordenado al bien de cada alma.
SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS