El rostro y la máscara

jueves, 17 de noviembre de
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“En el mundo hay dos clases de hombres: los que valen por lo que son y los que sólo valen por los cargos que ocupan o por los títulos que ostentan. Los primeros están llenos; tienen el alma rebosante; pueden ocupar o no puestos importantes, pero nada ganan realmente cuando entran en ellos y nada pierden al abandonarlos. Y el día que mueren dejan un hueco en el mundo. Los segundos están tan llenos como una percha, que nada vale si no se le cuelgan encima vestidos o abrigos. Empiezan no sólo a brillar, sino incluso a existir, cuando les nombran catedráticos, embajadores o ministros, y regresan a la inexistencia el día que pierden tratamientos y títulos. El día que se mueren, lejos de dejar un hueco en el mundo, se limitan a ocuparlo en un cementerio.

 

Y, a pesar de ser así las cosas, lo verdaderamente asombroso es que la inmensa mayoría de las personas no luchan por «ser» alguien, sino por tener «algo»; no se apasionan por llenar sus almas, sino por ocupar un sillón; no se preguntan qué tienen por dentro, sino qué van a ponerse por fuera. Tal vez sea ésta la razón por la que en el mundo hay tantas marionetas y tan pocas, tan poquitas personas.

 

La gente tiene en esto un olfato magnífico y sabe distinguir a la perfección a los ilustres de los verdaderamente importantes. Ante los primeros dobla, tal vez, el espinazo; ante los segundos, el corazón. De ahí que no siempre coincidan la fama y la estimación. Hay Universidades en las que los alumnos saben que deben despreciar al rector, si verdaderamente es un mequetrefe aupado, y valorar a aquel adjunto que tiene el alma llena. Y hay empresas o ministerios en los que presidente o ministro son el hijo de papá o el enchufado de turno que sirven de pim-pam-pum de todas las ironías, mientras sus secretarios son queridos por todos.

Pero lo grave del problema es que, aunque todos sabemos que la fama, el prestigio y el poder suelen ser simples globos hinchados, nos pasemos la mitad de la vida peleándonos por lo que sabemos que es aire.

 

Un hombre, pienso yo, debería tener un ideal central: realizarse a sí mismo, construir su alma, tenerla viva y llena. Preocuparse, sí, por la comida, porque aun los genios tienen que alimentarse un par de veces al día («para que no se corrompa el subyecto», como decía San Ignacio), pero sabiendo muy bien que todas las mandangas de este mundo no le añadirán ni un solo codo a su estatura.

Oscar Wilde escribió algo terrible y certerísimo. «Un hombre que aspira a ser algo separado de sí mismo -miembro del Parlamento, comerciante rico, juez o abogado célebre o algo igualmente aburrido- siempre logra lo que se propone. Este es su castigo. Quien codicia una máscara termina por vivir oculto tras ella.»

Es verdad. El verdadero castigo de los ambiciosos no es fracasar en sus sueños; es lograrlos. Los hombres de la codicia espiritual suelen triunfar, son tercos, luchan como perros por un hueso y acaban casi siempre arrebatándolo. Y ése es su verdadero castigo. Antes existía su codicia y ellos no existían, pero aún les quedaba la posibilidad de despertarse y de empezar a poseer sus almas. Cuando triunfan, siguen sin existir, pero la morfina de lo conquistado les impide, ya para siempre, ver lo vacíos que están, porque el espejo les devuelve sus figuras orondas revestidas de cargos e hinchadas de aire, hinchadas de nada.

 

Además, quienes tienen como meta de su vida títulos, cargos, honores, brillos, ya pueden descansar una vez que los consiguieron; mas el que tiene como meta la de realizar su alma, siempre hallará nuevos caminos abiertos por delante, nunca sabrá dónde acaba su camino, porque cada día se hará más apasionante, más alto, más hermoso. «¿Quién puede calcular -decía el mismo Wilde- la órbita de nuestra alma?» Nada hay más ancho y fecundo que el alma de un hombre, esa alma que puede ser atontada por la morfina de las vanidades, pero que, si es verdadera, jamás se saciará con la paja de los establos brillantes del mundo. Cuando David pastoreaba en el campo los rebaños de su padre, ¿sabía acaso que llevaba ya un alma de rey? ¡Dios mío, y cuántos muchachos llevarán por nuestras calles almas de rey y no lograrán enterarse nunca de ello! ¡Cuántos se pasarán la vida braceando por escalar puestos sin antes haberse escalado a sí mismos! ¡Cuántos perderán su alegría y la pureza de sus almas por conquistar una careta, para luego pagar el amargo precio de tenerse que pasar la vida viviendo con ella puesta!”.

 

J.L.Martín Descalzo

 

Fer Gigliotti