Janine Abenroth, de 28 años, una atea convencia se sentó en viaje en avión en enero de 2015 junto a dos jóvenes cristianos. “Iba de Berlín a Stuttgart camino de visitar a mi mejor amigo. Me senté junto a otros dos jóvenes y empezamos a debatir. Ellos iban a un concierto, alguna cosa con la palabra “santo” en el nombre. Uno de ellos me explicó que quería predicar la palabra de Dios como si fuera su trabajo a tiempo completo.
Estaban tan seguros y fueron tan simpáticos conmigo que me dije: “¡está bien esto que hacen!”. Tenía ganas de saber un poco más del tema.
Por aquella época yo era una atea convencida y llena de prejuicios contra la Iglesia e incluso contra las creencias religiosas en general. Pero estas personas me resultaron agradables, así que pensé que podríamos mantener el contacto. ¡Unas amistades diferentes, para variar! Así que intercambiamos números de teléfono.
Entonces tuve algunos problemas con el trabajo, y la persona con la que pensaba construir un futuro me dejó. En medio de tanto conflicto, pensé de nuevo en aquel encuentro repentino en el avión y terminé por enviar un SMS a Léon, el que quería predicar la palabra de Dios: “Dime, ¿cómo lo hacéis los cristianos cuando todo va mal?”. Me respondió con un versículo de la Biblia: “Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo” (Romanos 10:13).
Leí el versículo en mitad de la noche, sin comprender. A la mañana siguiente, sentada en el tren, leí de nuevo el versículo y comencé a sentir que sacaba la cabeza fuera del agua, como si algo gritara dentro de mí, una cosa que intentaba salir. Le hablé de ello a Léon y me propuso pasar la tarde con su comunidad de servicio a la juventud. Mis cadenas se rompieron súbitamente.
La semana siguió siendo extremadamente difícil. Cansada después del trabajo, me equivoqué de tren a la vuelta y me di cuenta demasiado tarde. Estaba muy lejos, al sur, y me dije: de perdidos al río, no pierdo nada por ir. Y allí estaba. En una iglesia. Yo, la atea con el pelo arco iris.
Para mi gran sorpresa, todo el mundo me dio un cálido recibimiento. Empezamos a rezar y lloré. ¡Y eso que no soy de las que lloran! Escuché una enseñanza que explicaba el lugar de Jesús en nuestras vidas, su intervención cuando nosotros estamos en nuestro peor momento.
La iglesia estaba repleta de jóvenes reunidos para rezar y reflexionar como cristianos. Aquella noche, antes de dormir, pensé: tengo ganas de ver a qué se parece una misa de verdad.
El domingo siguiente ya estaba decidida. Sentada en la iglesia, las lágrimas no paraban de venir. Sentía como si una gigantesca montaña cayera desde mi corazón. Me sentía aliviada y liberada de un peso.
Después de la misa, uno de los jóvenes que había visto la otra vez se acercó a mí y me preguntó cómo estaba. Le conté este sentimiento de liberación y mi falta de conocimiento de la fe. Entonces me aconsejó que leyera la Biblia y me encontró una en la parroquia para mí.
En unas pocas semanas, había leído el Nuevo Testamento y quedé impresionada: ¡estaba completamente fascinada! Desde entones fui a misa todos los domingos. Tenía la sensación de saber que por fin estaba de verdad en el lugar que buscaba.
Sentí la presencia de Dios como un Padre, y a Jesús que me decía “en el corazón de tu debilidad te muestro mi fuerza y te cargo sobre mis hombros”.
Todavía no sabía rezar, pero sentía la presencia de Jesús. Los colores del arco iris tomaban ahora para mí un nuevo significado: ya no era el símbolo de la causa LGTB, sino el signo de que Dios ha sellado su alianza con los seres humanos.
He tenido discusiones muy animadas con mi familia y mis amigos. Tienen dificultades para comprender mi transformación interior. Es cierto que todo ha ido muy rápido y que ellos no conocían todo lo que pasaba en mi espíritu ni las personas que había conocido.
A menudo mostraban su inquietud por mí, pero yo podía responderles con tranquilidad: “Me siento bien, muy bien. No, no me he vuelto loca ni me estoy drogando. Sé lo que hago. Soy feliz”. Es como si hubieran lavado el filtro a través del cual percibía la vida, como si hubieran limpiado mis gafas, por fin podía capturar la belleza del mundo y la alegría de vivir y de amar.
Pronto me di cuenta de que sin la oración y la lectura de la Biblia mi día se volvía gris. Pero si realizaba mis oraciones matinales, el día era maravilloso. Y cuando pedía ayuda a Jesús, me ayudaba con gusto.
Por supuesto, Él ve mis problemas sin que yo se los cuente pero, como buen caballero, no viene hasta que yo le invito. Por eso le llamo cuando de verdad necesito ayuda. Cuando le llamo desde mis profundidades, siempre viene para aliviarme: “Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo”.
Fuente: Aleteia