En la cercanía de la Navidad la Iglesia nos enfrenta a la crisis de San José. Su novia, su “desposada”- en lenguaje de la Biblia – se encuentra embarazada antes de convivir. El hecho no puede ser peor. Es cosa de pensar cómo se vive, o se han vivido, situaciones como ésta en nuestras familias, sobre todo con hijas adolescentes.
¡Qué dolor para María, la joven Virgen, que tiene que contar que ha quedado embarazada misteriosamente!. Los vecinos de entonces no eran mejores que los actuales, menos aún en Nazaret. Pueblo chico, infierno grande. ¡Qué vergüenza para Santa Ana y San Joaquín, personas intachables…! ¡Qué atroz para José, joven leal y honesto, enamorado de María de Nazaret!. Es verdad que hoy día somos más permisivos, pero el asunto no es menos problemático, sobre todo cuando la muchacha embarazada es tu hija y está apenas en educación media.
El joven José manifiesta su grandeza. “Es un hombre justo” es decir mucho más que un hombre bueno y honesto. Muy propio de él, ya había tomado una decisión: no la denunciaría, pero se alejaría de ella en silencio. (Mt 1, 19-20), Pero, precisamente por ser justo, es un hombre que pone en su confianza en Dios. Y Dios no lo abandona.
La actitud de José no es lo común entre la gente. Y en medio de la crisis, Dios habla a José en el mejor lenguaje que puede usar cuando alguien pasa por las tinieblas de la noche. Es el lenguaje de los sueños. Y en ese sueño, se le revela el misterio del hijo que viene en camino. El que viene, no es sólo hijo de María. Es hijo de un Dios que siempre cumple sus promesas, pero a su modo porque a Dios no lo programa nadie.
El que va a nacer es hijo del hombre, gracias al sí incondicional de María, y es Hijo de Dios gracias al Espíritu Santo. Es un hijo varón y se llamará Jesús, nombre que significa “Yahvé salva, Dios salva” y “viene a salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). El mismo José es encargado de ponerle ese nombre. No otra persona ni otro nombre. Y si a José le faltara evidencia, Dios recurre al profeta Isaías que, 800 años antes de Cristo, anunció que una virgen daría a luz, a su hijo el Salvador, que se llamaría Emmanuel que significa, “Dios con nosotros”(Mt 1, 22-23). Ese es su nombre. Esa su vocación. Ese su misterio. José lo cree y por ser un hombre justo, recibe a María por esposa “y sin haber mantenido relaciones, dio a luz a un hijo al cual llamó Jesús” (Mt 1, 24-25).
El sueño de José nos revela el nombre (la vocación) de Jesús. Y tal vez porque nos abre los ojos a un misterio decisivo y es que Dios siempre cumple su palabra. Dios siempre honra sus promesas. Por eso, podemos preguntarnos qué será lo que Dios quiere de una situación que nos aflige y acudir a El para encontrar sus respuestas.
Nuestro Padre Dios nunca ha sido sordo a los clamores de la humanidad. Siempre responde respetando los tiempos del hombre y la mujer que El mismo ha creado, y también su carácter y su temperamento. Esto nos habla de la esperanza que Dios tiene en cada uno de sus hijos y de la responsabilidad que nosotros tenemos para resolver la vida con los criterios de Dios y no los nuestros, tal como lo hace San José. Esa es la lección más profunda de esta situación, válida para todas las circunstancias y todos los tiempos.
Qué fácil es echarle a Dios la culpa por la guerra, la enfermedad, la injusticia, el dolor de los niños y tantas situaciones para las que no encontramos respuestas. Y que torpes somos al no darnos cuenta de que en Navidad el mismo Dios entra en nuestra historia para hacerse cargo con nosotros – y nunca sin nosotros – de las tragedias y dolores de la humanidad. El no los causa. El los remedia. Y no los remedia interfiriendo en las decisiones de los hombres, ni lo hace por medio de decretos celestiales. Lo hace haciéndose carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, Padre solidario de nuestros sufrimientos. Es el misterio que se expresa y celebra en Navidad y también el Viernes Santo de Jesús, que sería imposible sin la acción del Espíritu Santo que transforma en presente todos estos acontecimientos. El Espíritu Santo hace de Jesucristo nuestro contemporáneo “ayer, hoy y siempre” por lo que jamás estamos abandonados.
No se puede recibir la gracia de esta revelación, sin compartirla con los demás, especialmente los no creyentes, para que también ellos experimenten la misericordia de nuestro Dios. De hecho, el Evangelio que en estos días llega a nuestro corazón, a nuestras familias y a nuestros pueblos, es que el Señor ha tomado sobre sus hombros todos nuestros quebrantos, desde su espera, desde su nacimiento, desde su exilio y desde cada momento del resto de su vida. Y eso es lo que tenemos que proclamar. No podemos permanecer pasivos. Mucho nos ha enseñado Juan Bautista, la Virgen y San José en este tiempo de adviento como para sólo guardarlo en nuestro corazón.
No tenemos derecho a poner cara triste cuando la alegría de la esperanza visita nuestras familias, nuestro pueblo, nuestra historia, nuestro mundo. No podemos permanecer indiferentes ante tanto sufrimiento sin anunciar que quien nace, es el Rostro misericordioso de Dios que viene a asumir esos dolores junto a nosotros. Es Jesús, el Dios que salva; es el Emmanuel “Dios con nosotros” y jamás Dios sin nosotros.
Navidad es el mejor regalo de Dios a nuestra humanidad y eso es lo que deben escuchar nuestros hermanos y hermanas de labios de quienes creen, aman, gozan y viven de la gracia de Dios hecho hombre por amor.
EL MONJE