20 – Unos soldados romanos, un entero manípulo, sale, corriendo, de la Antonia, apuntadas las lanzas contra la chusma, que, gritando, se dispersa. Se quedan en medio de la calle Jesús y los miembros de la guardia con los jefes de los sacerdotes, algunos escribas y algunos Ancianos del pueblo.
«¿Este hombre? ¿Esta sedición? Responderéis ante Roma» dice, altanero, un centurión.
«Es reo de muerte, según nuestra ley».
«¿Y desde cuándo se os ha devuelto el ius gladii et sanguinis?» pregunta el mismo, el más anciano de los centuriones (de rostro severo, verdaderamente romano, con una mejilla dividida por una profunda cicatriz); y habla con el desprecio y el desdén con que hablaría a piojosos galeotes.
«Sabemos que no tenemos este derecho. Somos los fieles subordinados de Roma…».
«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Mira lo que dicen, Longino! ¡Fieles! ¡Subordinados!… ¡Carroña! Las flechas de mis arqueros os daría como premio».
«¡Demasiado noble una muerte así! Las espaldas de los mulos requieren el flagrum y no otra cosa!…» responde con irónica flema Longino.
Los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos, espuman veneno. Pero, como quieren obtener su objetivo, callan; tragan la ofensa sin dar muestras de haberla entendido, e inclinándose ante los dos jefes, piden que Jesús sea llevado a la presencia de Poncio Pilato para que «juzgue y condene con la bien conocida y honesta justicia de Roma».
«¡Ja! ¡Ja! ¡Mira lo que dicen! Ahora somos más sabios que Minerva… ¡Aquí! ¡Venga! ¡Id por delante! ¡Nunca se sabe! Sois unos chacales, y además hediondos. Teneros detrás es un peligro. ¡Venga!».
«No podemos».
«¿Por qué! Cuando uno acusa debe estar delante del juez con el acusado. Esta es la regla de Roma».
«La casa de un pagano es impura ante nuestros ojos, y ya estamos purificados para la Pascua».
«¡Oh, pobrecitos! ¡Si entran, se contaminan!… ¿Y matar al único hebreo que es hombre, y no un chacal y un reptil como vosotros, no os contamina? Bien, de acuerdo, quedaos ahí. Si dais un paso adelante os veréis clavados en las lanzas. Una decuria en torno al Acusado. Las otras contra esta chusma hedionda de pico mal lavado».
21 – Jesús entra en el Pretorio en medio de los diez asteros, que forman un cuadrado de alabardas en torno a su persona. Los dos centuriones van delante. Mientras Jesús espera en un vasto atrio, tras el cual hay un patio visible en parte a través de una cortina que el viento agita, ellos desaparecen tras una puerta.
Vuelven con el Gobernador, que viene vestido con una toga blanquísima, sobre la cual trae un manto de color escarlata: quizás vestían así cuando representaban oficialmente a Roma. Entra indolentemente, con una sonrisita escéptica en su cara afeitada. Tritura entre sus manos hojas de hierba luisa y las huele con voluptuosidad. Va a un cuadrante solar, lo mira, se vuelve, echa unos granos de incienso en un brasero que está colocado a los pies de un numen. Manda que le traigan agua de cidra y hace gárgaras con ella. Se contempla el peinado, hecho todo de ondas, en un espejo de metal tersísimo. Parece como si se hubiera olvidado del Condenado, que espera su aprobación para ser ejecutado. Haría airarse hasta a las mismas piedras.
Los hebreos, dado que el atrio está por el frente todo abierto, y elevado sobre tres altos escalones respecto del vestíbulo, el cual, a su vez, respecto a la calle a la que da, está ya de por sí elevado sobre otros tres escalones, ven todo perfectamente, y hierven por dentro. Pero no osan rebelarse por miedo a las lanzas y a las jabalinas.
Por fin, después de haber ido y venido por el amplio lugar, Pilatos va hacia Jesús. Le mira y pregunta a los dos centuriones: «¿Este?».
«Éste».
«Que vengan sus acusadores», y va a sentarse en la silla que está encima de la tarima. Las enseñas de Roma, sobre su cabeza, se entrecruzan con las águilas doradas y la poderosa sigla.
«No pueden venir. Se contaminan».
«¡¡¡Hala!!! Mejor. Nos ahorraremos ríos de esencias para quitar el olor a cabra. Que se acerquen al menos. Aquí abajo. Y cuidad de que no entren, dado que no quieren hacerlo. Puede ser un pretexto este hombre para una sedición».
Un soldado sale para llevar la orden del Procurador romano. Los demás forman, delante del atrio a iguales distancias unos de otros, hermosos como nueve estatuas de héroes.
22 – Se acercan los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos. Saludan con serviles reverencias y se detienen en la placita que está delante del Pretorio, delante de los tres escalones del vestíbulo.
«Hablad y sed concisos. Ya tenéis culpa por haber turbado la noche y haber obtenido la apertura de las puertas con violencia. Pero verificaré estas cosas y mandantes y mandatarios responderán de la desobediencia al decreto». Pilato ha ido hacia ellos (aunque se ha quedado en el vestíbulo).
«Venimos a someter a Roma, a cuyo divino emperador tú representas, nuestro juicio sobre éste».
«¿Qué acusación traéis contra Él? Me parece un hombre inocuo…».
«Si no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído». Y con el afán de acusar dan unos pasos hacia delante.
«¡Arredrad a esta plebe! Seis pasos más allá de los tres escalones de la plaza. ¡Las dos centurias, a las armas!».
Los soldados obedecen rápidamente alineándose cien sobre el escalón externo más alto, vueltas las espaldas al vestíbulo, y cien en la placita a la que da el portal de entrada de la morada de Pilato. He dicho “portal”, debería decir “zaguán” o arco triunfal, porque se trata de un vastísimo lugar abierto limitado por una verja, que ahora está abierta de par en par y que da acceso al atrio por el largo corredor del vestíbulo ‑ de, al menos, seis metros de ancho ‑, de forma que se ve con claridad lo que sucede en el atrio realzado. Al pie del amplio vestíbulo se ven las caras bestiales de los judíos mirando, amenazadoras y satánicas, hacia el interior, mirando desde el otro lado de la barrera armada que, codo con codo, como para una revista, presenta doscientas puntas a los conejos asesinos.
«Repito: ¿qué acusación traéis contra éste?».
«Ha cometido delito contra la Ley de los padres».
«¿Y venís a darme la lata a mí por esto? Lleváosle vosotros y juzgadle según vuestras leyes».
«Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. No somos doctos. El Derecho hebreo es un niño deficiente respecto al perfecto Derecho de Roma. Como ignorantes y como sujetos a Roma, maestra, tenemos necesidad…».
«¿Desde cuándo sois miel y mantequilla?… De todas formas, vosotros, maestros del embuste, habéis dicho una verdad. ¡Tenéis necesidad de Roma? Sí. Para deshaceros de este que os molesta. Entiendo». Y Pilato se ríe mientras mira al cielo sereno encuadrado como una lámina rectangular de turquesa obscura entre las marmóreas y cándidas paredes del atrio. «Decidme: ¿en qué ha cometido delito contra vuestras leyes?».
«Hemos visto que éste introducía el desorden en nuestra nación e impedía pagar el tributo a César, presentándose como el Cristo, rey de los judíos».
23 – Pilato vuelve a acercarse a Jesús, que está en el centro del atrio (¡tan clara se ve su mansedumbre, que los soldados le han dejado allí, atado pero sin custodia!). Y le pregunta: «¿Eres Tú el rey de los judíos?» .
«¿Lo preguntas por ti o por insinuación de otros?».
«¿Y qué me importa a mí de tu reino? ¿Soy yo, acaso, judío? Tu nación y los jefes de ella te han entregado a mí para que juzgue. ¿Qué has hecho? Sé que eres leal. Habla. ¿Es verdad que aspiras a reinar?».
«Mi Reino no viene de este mundo. Si fuera un reino del mundo, mis ministros y soldados habrían luchado para impedir que cayera en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de la Tierra. Y tú sabes que no tiendo al poder».
«Eso es verdad. Lo sé. Me lo han dicho. De todas formas, ¿no niegas que eres rey?».
«Tú lo dices. Yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. El que es amigo de la Verdad escucha mi voz».
«¿Y qué es la Verdad? ¿Eres filósofo? No sirve de nada frente a la muerte. Sócrates murió igualmente».
«Pero le sirvió ante la vida, para vivir bien. Y también para morir bien. Y para ir a la vida segunda sin nombre de traidor de las virtudes ciudadanas».
«¡Por Júpiter!». Pilato le mira admirado unos momentos. Luego vuelve a caer en el sarcasmo escéptico. Hace un gesto de fastidio, le vuelve las espaldas y va hacia los judíos. «No encuentro en Él ninguna culpa».
La muchedumbre, temiendo perder la presa y el espectáculo del suplicio, se agita. Gritan: «¡Es un rebelde!»; «es un blasfemo»; «incita al libertinaje»; «anima a la rebelión»; «niega respeto a César»; «se finge profeta sin serlo»; «hace magia»; «es un satanás»; «agita al pueblo con sus doctrinas, enseñando en toda Judea, a donde ha venido de Galilea enseñando»; «¡a muerte!»; «¡a muerte!».
«¿Es galileo? ¿Eres galileo?». Pilato vuelve a acercarse a Jesús: «¿Oyes cómo te acusan? Justifícate».
Pero Jesús calla.
24 – Pilato piensa… y decide. «Una centuria, y éste donde Herodes. Que le juzgue él. Es súbdito suyo. Reconozco el derecho del Tetrarca y ratifico de antemano su veredicto. Que se le informe. Marchaos».
Y Jesús, encuadrado como un granuja por cien soldados, vuelve a cruzar la ciudad, y vuelve a ver a Judas Iscariote, al que ya había visto una vez en un mercado. Antes, invadida por el desagrado del alboroto del pueblo, me había olvidado de decirlo. La misma mirada de piedad hacia el traidor…
Ahora es más difícil descargar sobre Él patadas y palos, pero no faltan ni las piedras ni las porquerías, y si las piedras caen y sólo suenan, sin herir, en los yelmos y corazas romanos, sí que dejan señal cuando caen sobre Jesús, que camina sólo con la túnica, pues que había dejado el manto en el Getsemaní.
Al entrar en el fastuoso palacio de Herodes, Jesús ve a Cusa… que no sabe mirarle, y que huye para no verle en ese estado, cubriéndose la cabeza con el manto.
25 – Ya está en la sala en presencia de Herodes. Y detrás de Jesús – escoltado hasta el Tetrarca sólo por el centurión y cuatro soldados – ya entran como acusadores embusteros los fariseos escribas, que aquí se sienten a sus anchas.
Herodes baja de su sitial y da vueltas en torno a Jesús mientras escucha las acusaciones de sus enemigos. Sonríe. Hace burla. Luego finge una piedad y un respeto que no turban al Mártir, como tampoco le han turbado las burlas.
«Eres grande. Lo sé. He seguido tus pasos con atención, y me he alegrado cuando he visto que Cusa era amigo tuyo y Manahén discípulo. Yo… las preocupaciones del Estado… Pero sentía un gran deseo de decirte que eres grande… de pedirte perdón… La mirada de Juan… su voz… me acusan y siempre están delante de mí. Tú eres el santo que borra los pecados del mundo. Absuélveme, Cristo».
Jesús calla.
«He oído que te acusan de haberte alzado contra Roma. ¿Pero no eres Tú la vara prometida* para castigar a Asur?».
«Me han dicho que profetizas el final del Templo y de Jerusalén. Pero, dado que existe por voluntad del Eterno, ¿no es eterno el Templo como espíritu?».
«¿Estás loco? ¿Has perdido el poder? ¿Es que Satanás te traba la palabra? ¿Te ha abandonado?». Herodes ahora se ríe.
26 – Luego da una orden, y unos siervos traen un galgo con una pata rota, que gañe quejumbrosamente, y a un establero idiota, hidrocéfalo, baboso, un aborto de
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* vara prometida, en Isaías 30, 30 ;32.
Hombre, juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica: «Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella llora. Ordena que se cure. Haz el milagro».
Jesús le mira severamente. Y calla.
«¿Te he ofendido? Entonces a éste. Es un hombre, aunque en poco supere a un animal salvaje. Dale la inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre… ¿No dices eso?». Y se ríe, ofensivo.
Otra mirada, más severa, de Jesús. Y silencio.
«Este hombre está demasiado abstinente, y ahora está aturdido por los desprecios. Vino y mujeres, aquí. Y desatadlo».
Le desatan y, mientras gran número de servidores traen ánforas y copas, entran bailarinas… tapadas con nada: una franja multicolor de lino ciñe, como único vestido, desde la cintura a los muslos, sus gráciles cuerpos; nada más. Broncíneas ‑ son africanas ‑, livianas como gacelas jovencitas, comienzan una danza silenciosa y lasciva.
Jesús rechaza las copas y cierra los ojos. Calla. La corte de Herodes, ante este desdén suyo, ríe.
«Toma la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!…» insinúa Herodes.
Jesús parece una estatua. Con los brazos cruzados, los ojos bien cerrados, no reacciona ni siquiera cuando las impúdicas bailarinas le pasan rozando con sus cuerpos desnudos.
«Basta. Te he tratado como a Dios y no has actuado como Dios. Te he tratado como hombre y no has actuado como hombre. Estás loco. Una túnica blanca. Ponédsela para que Poncio Pilato sepa que el Tetrarca ha juzgado loco a su súbdito. Centurión, dirás al Procónsul que Herodes le presenta humildemente sus respetos y venera a Roma. Marchaos».
Y Jesús, atado de nuevo, sale, con una túnica de lino que le llega hasta la rodilla, encima de la túnica roja de lana.
Y vuelven donde Pilato.
hombre, juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica: «Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella llora. Ordena que se cure. Haz el milagro».
27 – Ahora, cuando la centuria a duras penas hiende la masa de gente, no se han cansado de esperar ante el palacio proconsular, y es extraño el ver a tanta gente en ese sitio y en los lugares cercanos mientras que el resto de la ciudad aparece vacío, Jesús ve en grupo a los pastores. Están al completo, o sea: Isaac, Jonatán, Leví, José, Elías, Matías, Juan, Simeón, Benjamín y Daniel. Con ellos también un grupito de galileos, de los cuales reconozco a Alfeo y a José de Alfeo, junto a dos otros que no conozco, pero que, por el peinado, diría que son judíos. Y un poco detrás, semiescondido tras una columna, junto a un romano que parece ser un servidor, ve a Juan, que ha entrado en el vestíbulo. Jesús sonríe a éste y a aquéllos… sus amigos… Pero ¿qué son estos pocos y Juana y Manahén y Cusa en medio de un océano de odio en agitación?…
28 – El centurión saluda a Poncio Pilato e informa.
«¡¿Aquí otra vez?! ¡Uf! ¡Maldita esta raza! Que se acerque la chusma. Traed aquí al Acusado. ¡Uf, qué lata!».
Va hacia la muchedumbre, aunque también esta vez se detiene en la mitad del vestíbulo.
«Hebreos, escuchad. Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo. Delante de vosotros le he examinado y no he hallado en Él ninguno de los delitos de que le acusáis. Herodes no ha encontrado más que yo. Y nos le ha devuelto. No merece la muerte. Roma ha hablado. De todas formas, por no contrariaros privándoos de la recreación, os daré a cambio a Barrabás. Y a Él mandaré que le den cuarenta azotes. Así basta».
«¡No, no! ¡No a Barrabás! ¡No a Barrabás! ¡A Jesús la muerte! ¡Y una muerte horrenda! Libera a Barrabás y condena al Nazareno».
«¡Pero oíd! He dicho fustigación. ¿No es suficiente? ¡Entonces mandaré que le flagelen! ¿Sabéis que es atroz? Puede morir por ello. ¿Qué mal ha hecho? No encuentro ninguna culpa en Él, así que le liberaré».
«¡Crucifica! ¡Crucifica! ¡A muerte! ¡Eres un protector de los malhechores! ¡Pagano! ¿Tú también otro satanás!».
La muchedumbre se acerca hasta el pie del vestíbulo y la primera formación de soldados, no pudiendo usar las lanzas, ondea por el choque. Pero la segunda fila, bajando un peldaño, blande las lanzas y libera a los compañeros.
«Que sea flagelado» ordena Pilato a un centurión.
«¿Cuánto?».
«Lo que te parezca… Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy aburrido. Venga, ve».
29 – Cuatro soldados llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna – tras haberle hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño calzón de lino y las sandalias, atan a Jesús, con las manos unidas por encima de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo más que la punta de los pies… Y también esta postura debe ser un tormento.
He leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será eso. Yo lo veo así y así lo digo.
Detrás de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De forma que el tronco de Jesús se halla dentro de una rueda de azotes y flagelos.
Los cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez más vivo, luego morado, para ornarse luego de relieves de color añil, hinchados de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no hubiera un lugar de la piel sin dolor.
Y ni una queja siquiera… Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería. Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende – después de golpes y más golpes recibidos; sobre el pecho, como por desvanecimiento.
«¡Eh, para ya!» grita un soldado, y, en tono de mofa: «Que tienen que matarle estando vivo».
Los dos verdugos se paran y se secan el sudor.
«Estamos agotados» dicen. «Dadnos la paga, para poder echar un trago y así reponernos…».
«¡La horca os daría! En fin, tomad…», y un decurión arroja una moneda grande a cada uno de los dos verdugos.
«Habéis trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor de Alejandro*? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Le desatamos un poco, ¿eh?».
30 – Le desatan, y Jesús se derrumba como muerto. Le dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando le golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.
«¿Estará muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho… Parece una dama delicada».
«Déjalo de mi cuenta» dice un soldado. Y le sienta con la espalda apoyada en la columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre… Luego va a una pequeña fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre la cabeza y el cuerpo de Jesús. «¡Así! A las flores les viene bien el agua».
Jesús suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos cerrados.
«¡Eso es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!…».
Pero Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguírse.
«¡Arriba! ¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer» dice otro soldado con sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.
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* Alejandro, soldado romano encontrado en 86 y en 115, recordado en 204.3 y en 461.19.
Jesús abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada… Mira fijamente al soldado que le ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo, se pone de pie.
«Vístete. No es decente estar así. ¡Impúdico!». Todos se ríen, en corro alrededor de Él.
Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman al romperse las ampollas, un soldado da una patada a la ropa y la disemina y cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado las echa en otra dirección. Y Jesús, sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.
Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo corporal.
Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi Jesús… La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho camino andado.
31 – Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada.
«¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!».
«Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo. Ése…» dice un soldado.
Y sale raudo, sin duda, a un patio de detrás. Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo acalcan en la pobre cabeza… Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.
«No va bien. Más pequeña. Quítasela».
La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas, incluso con el peligro de cegar a Jesús y arrancan cabellos. La hacen más pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan hincando en la cabeza las espinas, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso; detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero nudo de espinas que entran en la nuca.
«¿Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros. Mírate, rey, en mi coraza» dice, burlón, el que ha ideado el suplicio.
«No es suficiente la corona para hacerle a uno rey. Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio».
Y, cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y, antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen reverencias y saludan: «¡Ave, rey de los Judíos!», y se tronchan de risa.
Jesús no les opone resistencia. Se deja sentar en el “trono” (un barreño colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira… y es una mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo sin sentir mi corazón traspasado.
32 – Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?
Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.
«Acércate, para mostrarte al pueblo».
Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!
«Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo le he castigado. Pero ahora dejadle marcharse».
«¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!».
«Traedle aquí afuera. Y atentos a que no le prendan».
Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato le señala con la mano diciendo: «He aquí al Hombre. A vuestro rey ¿No es suficiente todavía?».
El Sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y caras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte…
Jesús está erguido. Y le aseguro que nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarle con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.
Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos… Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda… y otra… y otra… El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.
33 – De nuevo le llevan al atrio.
«¿Entonces? Dejadle marcharse. Es justicia».
« No. A muerte. Crucifica».
«Os doy a Barrabás».
«No. ¡Al Cristo!».
«Pues entonces pase a vuestras manos y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro en Él delito alguno para hacerlo».
«Se ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una blasfemia como ésa».
Pilato está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone, mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la rodilla. «Acércate» dice.
Jesús va hasta el pie de la tarima.
«¿Es verdad? Responde».
«¿De dónde vienes? ¿Quién es Dios?».
«Es el Todo».
«Y… bueno, ¿y qué quiere decir “el Todo”? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado… Dios no existe. Yo existo».
Jesús guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de silencio.
34 – «Poncio: la liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti».
«¡Domine! ¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase».
Entra una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.
«Se me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me causas miedo».
Jesús guarda silencio.
«¿Pero no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?».
«No tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha entregado a ti es más culpable que tú».
«¿Quién es? ¿Tu Dios? Tengo miedo…»
Pilato está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al extremo frontal del atrio y dice con voz potente: «No es culpable».
«Si dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César».
Se apodera de Pilato el miedo al hombre.
«En definitiva, que queréis verle muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis manos la sangre de este justo». Pide un balde y se lava las manos ante la presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita: «Sobre nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No la tememos. ¡A la cruz! ¡A la cruz!».
35 – Poncio Pilato vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longino y a un esclavo. Manda a éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.
«No. Eso no. No “Rey de los Judíos”. Sino que Él se ha llamado rey de los Judíos». Esto gritan muchos.
«Lo que he escrito he escrito» dice, duro, Pilato. Y, en pie, erguido, extiende la mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena: «Que vaya a la cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem). Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido Condenado. Sale del atrio… en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los soldados, esperando la cruz.
36 – Dice Jesús:
«Quiero ofrecer a tu meditación el punto que se refiere a mis encuentros con Pilato.
Juan que, habiendo estado casi siempre presente, o por lo menos muy cercano, es el testigo y narrador más exacto, refiere cómo, una vez que salí de la casa de Caifás, fui conducido al Pretorio. Y especifica “por la mañana temprano”. Efectivamente, has visto que apenas rayaba el alba. También especifica Juan que “ellos (los judíos) no entraron para no contaminarse y poder comer la Pascua”.
Hipócritas como siempre, veían peligro de contaminarse en pisar el polvo de la casa de un gentil, pero no encontraban que fuera pecado matar a un Inocente; y con el corazón satisfecho con el delito cumplido, pudieron saborear aún mejor la Pascua. Tienen también ahora muchos seguidores. Todos los que por dentro actúan mal y por fuera profesan respeto a la religión y amor a Dios son semejantes a ellos. ¡Fórmulas, fórmulas y no religión verdadera! Me producen repugnancia y desdén.
No entrando los judíos en la casa de Pilato, salió éste para oír lo que pasaba con la muchedumbre vociferante, y, siendo experto en el gobierno y en el juicio, con una sola mirada comprendió que el reo no era Yo, sino ese pueblo ebrio de odio. El encuentro de nuestras miradas fue recíproca lectura de nuestros corazones. Yo juzgué al hombre en lo que él era. Él me juzgó a mí en lo que Yo era. Yo sentí compasión por él porque era un hombre débil; él sintió compasión de mí porque Yo era inocente. Trató de salvarme desde el primer momento. Y, dado que únicamente a Roma se defería y reservaba el derecho de ejercer la justicia hacia los malhechores, trató de salvarme diciendo: “Juzgadle según vuestra ley”.
37 – Hipócritas por segunda vez, los judíos no quisieron emitir la condena. Es verdad que Roma tenía el derecho de justicia, pero cuando, por ejemplo, Esteban fue lapidado, Roma seguía imperando en Jerusalén, y ellos, a pesar de todo, sin preocuparse de Roma, definieron y consumaron el juicio y el suplicio. Conmigo, respecto a quien sentían no amor sino odio y miedo ‑ no querían creer que fuera el Mesías, pero, por la duda de que lo fuera, no querían quitarme materialmente la vida actuaron de forma distinta, y me acusaron de agitador contra el poder de Roma (vosotros diríais: “rebelde”) para conseguir que Roma me juzgara.
En su aula infame, y en muchas ocasiones durante los tres años de mi ministerio, me habían acusado de blasfemo y falso profeta, así que habría debido ser lapidado por ellos, o, en todo caso, ejecutado. Pero en este caso, para no llevar a cabo materialmente el delito (por el cual sentían por instinto que habrían sido castigados), hacen que lo lleve a cabo materialmente Roma, acusándome de ser un malhechor y un rebelde.
Nada más fácil, cuando las muchedumbres están pervertidas y los jefes demoniados, que acusar a un inocente, para apagar la sed de crueldad y de usurpación y quitar de en medio a quien representa un obstáculo y un juicio. Hemos vuelto a los tiempos de entonces. El mundo, cada cierto tiempo, después de una incubación de ideas perversas, estalla con estas manifestaciones de perversión. Como una inmensa gestante, la multitud, después de haber nutrido en su seno con doctrinas de fiera a su monstruo, lo pare para que devore. Para que devore, primero, a los mejores; luego, a ella misma.
38 – Pilato entra de nuevo en el Pretorio y me dice que me acerque. Me hace preguntas.
Ya había oído hablar de mí. Entre sus centuriones, había algunos que repetían mi Nombre con amor agradecido, con lágrimas en los ojos y sonrisa en el corazón, y hablaban de mí como de un benefactor. En sus informes al Pretor, solicitada su opinión sobre este Profeta que atraía hacia sí a las multitudes y predicaba una doctrina nueva en que se hablaba de un reino extraño, inconcebible para la mente pagana, habían respondido siempre que Yo era un hombre manso, bueno, que no buscaba honores de esta Tierra y que inculcaba y practicaba el respeto y la obediencia hacia las autoridades. Más sinceros que los israelitas, veían y testificaban la verdad.
El domingo anterior, él, atraído por el clamor de la muchedumbre, se había asomado a la calle y había visto pasar, montado en una jumenta a un hombre desarmado, un hombre que iba bendiciendo, rodeado de niños y mujeres. Había comprendido con claridad que no entrañaba un peligro para Roma.
Quiere, pues, saber si Yo soy rey Movido por su irónico escepticismo pagano, quiere reírse un poco de esa forma de regalidad que monta un asno, que tiene como cortesanos a niños descalzos y a mujeres sonrientes, a hombres del pueblo; de esta forma de regalidad que desde hace tres años predica el desapego por las riquezas y el poder, y que no habla de otras conquistas sino de las de espíritu y alma. ¿Qué es el alma para un pagano? Ni siquiera sus dioses tienen un alma. ¿Podrá tenerla el hombre? Ahora también este rey sin corona, sin palacio, sin corte, sin soldados, le repite que su reino no es de este mundo. Tan verdadero es eso, que ningún ministro se levanta en defensa de su rey, ningún soldado interviene para arrancarlo de las manos de sus enemigos.
Pilato, sentado en su sitial, me escudriña porque para él soy un enigma. Si hubiera liberado su alma de las preocupaciones humanas, de la soberbia del cargo, del error del paganismo, habría comprendido en seguida quién era Yo. Mas ¿cómo podrá la luz penetrar en donde demasiadas cosas ocluyen las aperturas para que entre?
39 – Siempre ha sido así, hijos. También ahora. ¿Cómo pueden entrar Dios y su luz en un lugar donde no hay espacio para ellos y las puertas y ventanas están trancadas y defendidas por la soberbia, la humanidad, el vicio, la usura, y por muchos, muchos guardianes al servicio de Satanás contra Dios?
Pilato no puede entender qué reino es este reino mío. Y no pide – y esto es doloroso ‑ que Yo se lo explique. Ante mi invitación a que conozca la Verdad, él, el indomable pagano, responde: “¿Qué es la verdad?”, permitiendo que se zanje la cuestión encogiéndose de hombros.
¡Oh hijos, hijos míos! ¡Oh mis Pilatos de ahora! También vosotros, como Poncio Pilato, dejáis que se zanjen las cuestiones más vitales encogiéndoos de hombros. Os parecen cosas inútiles, superadas. ¿Qué es la Verdad? ¿Dinero? No. ¿Mujeres? No. ¿Poder? No. ¿Salud física? No. ¿Gloria humana? No. Entonces, mejor olvidarse; no merece la pena correr tras una quimera. Dinero, mujeres, poder, buena salud, comodidades, honores: éstas son cosas concretas, útiles, cosas apetecibles y que merece la pena alcanzar cueste lo que cueste. Razonáis así. Y, peor que Esaú, trocáis los bienes eternos por un alimento de baja calidad que perjudica a vuestra salud física y os daña en orden a la salud eterna. ¿Por qué no persistís en preguntar: “¿Qué es la Verdad?”? Ella, la Verdad, sólo pide darse a conocer para instruiros sobre sí. Está frente a vosotros como frente a Pilato, y os mira con ojos de amor suplicante implorándoos: “Pregúntame. Te instruiré”.
¿Ves cómo miro a Pilato? Igual os miro a todos vosotros. Y, si tengo mirada de sereno amor para el que me ama y solicita mis palabras, tengo miradas de amor doliente para aquel que no me ama, no me busca, no me escucha. Pero amor, en todo caso amor, porque el Amor es mi naturaleza.
40 – Pilato me deja donde estoy y no sigue interrogándome. Va a los malvados, que se hacen oír más y se imponen con su violencia. Y este hombre mísero, que no me ha escuchado a mí y que con un gesto de encogerse de hombros ha rechazado mi invitación a conocer la Verdad, los escucha a ellos. Escucha a la Mentira. La idolatría, bajo cualquier forma en que se presente, siempre tiende a venerar y a aceptar a la Mentira, comoquiera que se presente. Y la Mentira, aceptada por un débil, conduce al débil al delito.
También Pilato a las puertas del delito quiere salvarme, una vez, dos veces. Es entonces cuando me manda a Herodes. Bien sabe que el rey astuto, que se mueve entre dos aguas, Roma y su pueblo, actuará de un modo que no perjudicará a Roma y que no significará un choque con el pueblo hebreo. Pero, como todos los débiles, aplaza unas horas esa decisión para la que no se ve con fuerzas, esperando que la agitación plebeya se calme.
Yo dije*: “Que vuestro lenguaje sea: sí, sí; no, no”. Pero él no lo ha oído, o, si alguien se lo ha repetido, ha vuelto, como de costumbre, a encogerse de hombros. Para vencer en el mundo, para obtener honores y lucro, hay que saber hacer del sí un no, o del no un sí, según lo que aconseje el buen sentido (lee: sentido humano).
¡Cuántos, cuántos Pilatos tiene el siglo veinte! ¿Dónde están los héroes del cristianismo que decían “sí”, constantemente “sí” a la Verdad y por la Verdad, y “no”, constantemente “no” por la Mentira? ¿Dónde están los héroes que saben afrontar el peligro y los acontecimientos con fortaleza de acero y serena prontitud, sin dejar las cosas para otro momento, porque el Bien debe cumplirse en seguida y del Mal hay que alejarse inmediatamente, sin ningún “pero” y sin ningún “si”?
41 – Cuando regreso del palacio de Herodes, se produce el nuevo paliativo de Pilato: la flagelación. ¿Cuál era la esperanza de Pilato? ¿No sabía que la masa es una fiera que en cuanto empieza a ver la sangre se vuelve más feroz? Pero Yo debía ser quebrantado para expiar vuestros pecados de la carne. Y me quebrantan. No habrá en todo mi cuerpo un lugar que no reciba golpes. Soy el Hombre de que habla Isaías. Y al suplicio ordenado se añade el no ordenado, el creado por la crueldad humana, el de las espinas.
¿Veis, hombres, a vuestro Salvador, a vuestro Rey, coronado de dolor para liberar vuestra cabeza de los muchos pensamientos pecaminosos que en ella se incuban? ¿No pensáis qué dolor sufrió mi cabeza inocente por pagar por vosotros, por vuestros cada vez más atroces pecados de pensamiento que se transforman en acción? Vosotros, que os sentís ofendidos incluso sin motivo, mirad al Rey ultrajado – y es Dios ‑, con su sarcástico manto de púrpura desgarrada, con el cetro de caña y la corona de espinas. Es ya un moribundo y le siguen abofeteando con las manos y las burlas. Y ni siquiera os compadecéis de Él. Como los judíos, seguís mostrándome los puños y gritando: “¡Fuera, fuera, no tenemos más Dios que a César!”. ¡Oh, idólatras que no adoráis a Dios sino que os adoráis a vosotros mismos y adoráis al que puede más entre vosotros! No aceptáis al Hijo de Dios. No os ayuda en vuestros delitos. Más servicial es Satanás; aceptáis, por tanto, a Satanás. Del Hijo de Dios tenéis miedo. Como Pilato. Y, cuando sentís que se cierne sobre vosotros con su poder, que rebulle en vosotros con la voz de la conciencia que en su nombre os censura, preguntáis como Pilato: “¿Quién eres?”.
Sabéis quién soy. Incluso los que me niegan saben que existo y saben quién soy. No mintáis. Veinte siglos están en torno a mí y os ilustran acerca de quién soy, y os instruyen acerca de mis prodigios. Es más perdonable Pilato. No vosotros, que disponéis de una herencia de veinte siglos de cristianismo para sostener vuestra fe, o para inculcárosla, y no queréis saber nada de ello. Y fui más severo con Pilato que con vosotros. No respondí. Con vosotros, sin embargo, hablo. Y, no obstante, no consigo convenceros de que soy Yo y de que me debéis adoraciòn y obediencia.