“Me has seducido, Señor Dios, y yo me dejé seducir-,
me has agarrado, y me has podido”
Jeremías 20, 7
Frente al actuar de Dios hay como dos tiempos. Primero un tiempo de rumia y de intimidad; y luego otro tiempo de acción y de fidelidad.
Cierto que a veces Dios puede invertir esos dos tiempos. Nos hace partir ingenuamente de una actitud de acción en la fidelidad, para luego llevarnos a esa rumia peleada en la intimidad. Y puede suceder que a veces hasta se nos entrevere las dos realidades, que tienen así que ser vividas a la vez en una fidelidad clara por fuera, y en una lucha profunda y oscura por dentro.
Pero suele ser frecuente la primera forma. Dios nos pone frente a un misterio exigente de nuestra vida. Nos llama a negarnos a nosotros mismos, a tomar nuestra cruz y a seguirlo. Nuestro corazón, tomado por sorpresa, no logra aceptarlo y se subleva. Y Dios nos invita a aceptar ese corcovear de nuestro corazón. Dios no se asusta de nuestra lucha por domar el corazón a fin de prepararlo para la disponibilidad. El Señor Dios acepta la queja, la protesta, y hasta la blasfemia contra sí o contra lo nuestro. Porque el Señor Dios, como todo viejo domador, conoce que la mejor entrega es aquélla que previamente ha probado la incapacidad de resistir, en eso de agotar todos los recursos para liberarse de esa otra voluntad más fuerte. Esa otra voluntad que nos lleva a poner todo nuestro brío al servicio de algo.
Tenemos así que comprobar, o hacerle comprobar a nuestro corazón, que Dios es tan ingenioso, o más, en eso de prever imprevistos y en el no dejarse sorprender. Pareciera como que Dios quiere previamente mostrarle a nuestro corazón toda su capacidad de fuerza y toda su riqueza de recursos. La riqueza oculta en Dios, y también la riqueza que hay en el propio corazón.
Una vez que el corazón haya comprendido la grandeza y la misteriosa fuerza de Dios, se animará al fin a poner su propia riqueza al servicio de la fuerza de Dios, y a trabajar en algo realmente positivo. Pero esa riqueza primero hay que descubrirla en la lucha por dentro con Dios.
Fuente: “La sal de la tierra”, Mamerto Menapace