Abandonarse es renunciarse, desprenderse para confiarse por entero, sin dudas, sin medidas, sin reservas, a Aquel que me ama.
El abandono es el camino más seguro porque es extraordinariamente simple y quizás es el que más cuesta creer.
El abandono hace vivir en serio y en plenitud la fe pura y el amor puro.
Fe pura, porque atravesando el bosque de las apariencias descubre la realidad invisible, fundante y sustentadora.
Amor puro porque se asumen con paz los golpes que hieren y duelen.
El abandono nos hace vivir permanentemente en espíritu de oración porque en cada momento de nuestra vida nos llegan pequeñas molestias, decepciones, frustaciones, desalientos, calor, frío, dolor, deseos imposible… la vida obliga al hijo “abandonado” a vivir en todo tiempo entregado, nadando siempre en completa paz. El mayor disgusto se esfuma con un “Hágase tu Voluntad”. No hay mayor análgesico tan eficaz como el abandono para las penas de la vida.
Jesús murió a “lo que yo quiero” en Getsemaní para aceptar “lo que Tú quieres”. El “abandonado” muere a su propia voluntad que se manifiesta en tantas resistencias, apagas las voces vivas del resentimiento, apoya su cabeza en las manos del Padre, queda en paz y vive libre, libre y feliz.
Solamente en Dios Padre, el hijo amado quiere olvidarse, morir y perderse, como quien cae en un abismo de Amor, y allí encuentra descanso, descanso completo. Pueden llegar pruebas, dificultades, crisis, enfermedades… El hijo amado se deja llevar “sin peros” por cada una de las voluntades que se van manifestando en cada detalle.
Por eso, el hijo “abandonado” nunca está abandonado. El Padre tiende la mano al hijo, y más fuerte se la aprieta cuanto más difíles son los trances.
Por eso desaparece todo ansiedad por el porvenir incierto. ¿Qué será? ¿Qué no será? Será lo que el Padre quiera. El hijo hará todo lo posible para luchar y vencer en la medida de sus posibilidades. En lo demás se abandona con serena paz. Hágase su voluntad. Aunque se hunda el mundo, el hijo descansa en completa paz.
Vive en los brazos del Padre. Estos brazos pueden conducirlo a cualquier parte, quizás al fondo de un abismo o al fondo de un torrente. No importa: está en los brazos de Alguien que lo ama mucho. Por eso, el hijo no conoce el miedo.