La paciencia de Dios

martes, 15 de agosto de
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Habíamos decidido no esperar más. No era la primera vez que Justo, sin hacer honor a su nombre, incumplía sus promesas y no era fiel a la palabra que había dado y estábamos ya cansados de él.

 

Al principio pareció decidido a responder a la llamada que le hizo Jesús y se había adherido con entusiasmo al grupo de los que le seguíamos, pero aquella primera disposición no resistió la prueba del tiempo. Un día desapareció sin dar explicaciones y supimos que había vuelto a Betsaida, la ciudad donde vivía con su familia, ayudando a su padre que poseía un gran higueral y vendía cargamentos de higos a los mercaderes que los embarcaban rumbo a Chipre.

 

Al cabo de un tiempo reapareció inesperadamente con aire de arrepentimiento y Jesús lo acogió de nuevo sin tener en cuenta nuestro malestar. Caminaba con nosotros pero siempre rezagado y soportaba en silencio las palabras mordaces que algunos le dirigían:

 

“- ¿Os habéis dado cuenta de que hoy en la sinagoga han hablado de Justo? Parecía que las palabras de Oseas estaban escritas pensando en él: “Vuestra fidelidad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba…” (Os 6,4).

 

Él se mordía los labios para no enzarzarse en la discusión pero debió cansarse de nosotros porque un día que nos alojamos cerca de su pueblo dijo que tenía que acercarse a su casa a recoger un cesto de higos y que volvería pronto, pero llegó la noche y no había regresado.

 

Estábamos indignados y supusimos que Jesús también porque un día le habíamos oído descalificar a los que, después de poner la mano en el arado, vuelven la vista atrás. Por eso nos sorprendió que, cuando nos disponíamos a reemprender el camino al amanecer, él propuso que lo retrasáramos para esperar a Justo.

 

“- Pero Maestro”, le dijimos, “¿es que de verdad crees que va a volver? ¿No te das cuenta de que es inconstante como una hoja llevada por el viento y que sus promesas no valen más que la hierba de un tejado? ¿Vas a permitir que se ría otra vez de nosotros?”

 

En situaciones como éstas Jesús que habitualmente es un gran conversador, no contesta preguntas ni entra en diálogo.

 

– Ha dicho que va a volver y voy a esperarlo. Vosotros podéis marcharos si queréis”

 

Nos quedamos también aunque malhumorados porque estaba siendo un otoño muy caluroso y tendríamos que caminar en las peores horas del día. Cerca de mediodía le vimos aparecer a lo lejos cargado con un canasto de higos. Se acercó a Jesús y todos oímos las historias que le contó sobre un encargo de su padre, la enfermedad de un criado y la pérdida de un burro que había tenido que ir a buscar. Le agradecía que no nos hubiésemos marchado sin él y nos invitaba a comer los higos que había traído.

 

Excepto Jesús, ninguno dimos crédito a sus explicaciones pero como teníamos hambre y los higos estaban deliciosos, nos sentamos a comer. En la sobremesa Jesús dijo:

 

– “Estos higos me han recordado la historia que le oí de niño a Azarías, un vecino de Nazaret. En su patio había una higuera espléndida y a mí de niño me dejaba subirme a sus ramas para comer higos.

 

–”¿La ves ahora tan hermosa y cargada de frutos? Pues hace muchos años estuvo a punto de secarse y mi padre dijo que iba a cortarla; pero yo le pedí que me dejara ocuparme de ella, la regué, aboné y cuidé tanto que en la primavera siguiente reverdeció y se fue fortaleciendo y ahora es la que da los mejores higos del pueblo.

 

Y mi padre, ya anciano, me decía con orgullo:

 

– “Hijo, ¡qué bien hiciste en no dejarme que la cortara…!”

 

Eso fue lo que me contó Azarías ¿qué os parece? Hizo una pausa mientras cogía el último higo que quedaba en la cesta y, después de comérselo, nos dijo:

 

– “Esa paciencia que tuvo mi vecino con un árbol ¿no creen que vale la pena tenerla también con un hombre?”

 

No supimos qué contestarle pero aquel día aprendimos algo más sobre la paciencia de nuestro Dios.

 

 

 

Dolores Aleixandre

(Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed CCS)

 

Oleada Joven