Testigos del Señor Jesús

jueves, 24 de agosto de

Uno de los gestos del Señor Jesús que se resalta más en el libro es su mirada. Esa mirada que desarma, que confronta, pero que también consuela, conforta y ama. Una mirada tierna que no juzga sino que simplemente ama.

Esa mirada fue la que devolvió la paz a la mujer que con sus lagrimas lavó los pies al Señor Jesús: “En ese momento Jesús me miró. Su mirada me envolvió en una paz maravillosa (p. 214).” Jesús también la dejó inquieta; el poder de su predicación la hizo entrar en conciencia de que era posible cambiar.

En el texto, el Señor Jesús mira, o él es mirado. Pero en todos esos momentos su presencia era inquietante, desconcertante. El paralítico lo comprobó: “En un primer arrebato iba a salir de mis labios un insulto; pero su mirada, su mirada de amor, me frenó (156).”

Otro de los gestos del Señor Jesús que se resalta es la de su libertad. Ya no haré referencia a otro personaje del texto, sino a mí mismo, pues, en el proceso de leer el texto, me di cuenta de que no soy verdaderamente libre, pues percibí que la pornografía a la que he tenido adicción me había encadenado. Como al paralítico, estaba paralizado “acabo de descubrir que amo mi parálisis. Me siento culpable, por eso necesito sufrir. No fue la enfermedad la que me buscó: yo la busqué (156).” El Señor Jesús es liberador, pues, me hizo darme cuenta de que tengo un problema que por la soledad, el aislamiento y tantas deficiencias me hizo buscar en ella un refugio. “Me desconcertaba su libertad, no permitía que nadie lo manipulara. Era sencillo y débil como un niño y violento como la tempestad. Me daba mucha ternura su soledad y miedo, pero me admiraba su independencia (143).” Vino a confrontarme, a sacudir mi desidia, a mostrarme que estoy mal, y que no puedo ser verdaderamente libre, sino es soltando

 

También es necesario resaltar que el Señor Jesús dimanaba ternura. A ninguno de los del relato los trató con dureza, siempre con ternura y con amor: “me sonrió. No necesité más (196)”; siempre animándolo a salir adelante, buscando los medios en cómo entienda que en lo que vive no todo está perdido, sino que hay más oportunidades de mejorar. Solamente hay que obedecer a su voz que nos dice: No vuelvas a pecar.

Era tan humano, pero también era tan Dios: “Fuerte y débil, tan humano y tan… diferente. A veces, bajo la lluvia lo veo tiritar de frio y, sin embargo, domina las aguas del mar y la fuerza del viento (197).”

 

¡Ni siquiera a Judas menospreció, siempre lo tuvo por amigo fiel! El Señor Jesús no sabía contar, no sabía diferenciar, solamente amaba y su amor es más fuerte que la muerte. Es un fuego ardiente que nadie puede apagar. El mismo es el Amor.

 

—   Ponce de León Garciadiego, Enrique, “Testigos del Señor Jesús”, Buena Prensa, México, 2011, pp. 336.

 

PEDRO FRANCISCO MARTINEZ LOEZA