Hoy he llevado a Nivardo de Fontaines al pie de mi frondosa encina para darle una buena lección. Señalándole el viejo árbol, le he dicho: “Esto, Nivardo, fue antaño una bellota. Sí. Hace unos cien años, en los tiempos en que Guido de Arezzo inventó el pentagrama. Todos estos años le fueron necesarios para alcanzar su perfección actual. No siempre pudo como hoy lo hace afrontar sin miedo las tempestades ni reírse de los ciclones.
Esta robusta encina creció lentamente, poco a poco, año tras año. Dios hace así todas las cosas en el orden natural, y la mayoría de ellas en el sobrenatural. La perfección religiosa sólo se alcanza por un crecimiento gradual. Si nos sometemos a la gracia de Dios (la tierra, el sol, la lluvia) como lo hizo esta bellota, creceremos y prosperaremos. Pero si tenemos demasiada prisa y tratamos de precipitar las cosas, sólo conseguiremos estropear la obra de Dios.”
Proseguí la lección en el mismo tono durante un rato; pero a los dieciséis años, camino de los diecisiete, no sientan bien esas lecciones. A Nivardo no le gustó ni poco ni mucho. En este momento me reía de mí mismo al pensar que tampoco agradan demasiado a los treinta y seis, a los cuarenta y siete o a los cincuenta y ocho. Somos una raza de hombres impacientes, Padre prior. Quisiéramos recoger la cosecha nada más sembrada. Siento que esa tendencia es fuerte aun dentro de mí, y por eso no debería ser intolerante con Nivardo.
Fragmento de “La familia que alcanzó a Cristo”
Capítulo Pareciéndose más a Dios