La liturgia presenta hoy la memoria de los santos Andrés Kim Taegön, Pablo Chöng Hasang y compañeros, mártires en Corea.
Se recuerda en conjunto a los 103 mártires que en Corea fueron testigos de la fe cristiana, introducida fervientemente por algunos laicos . Todos estos atletas de Cristo —3 obispos, 8 sacerdotes, y 92 laicos, casados o no, ancianos, jóvenes y niños—, unidos en el suplicio, consagraron con su sangre preciosa las primicias de la Iglesia en Corea (1839-1867).
Los laicos llevaron la fe católica a Corea al final del siglo XVI. La evangelización era muy difícil porque Corea se mantenía aislada del mundo, excepto por los viajes a Pekín para pagar impuestos. En uno de esos viajes, hacia el año 1777, algunos coreanos cultos obtuvieron literatura de los padres jesuitas en China. Comenzaron una iglesia doméstica en Corea. Doce años después, un sacerdote chino fue el primer sacerdote que logró entrar secretamente en Corea. Encontró allí 4000 católicos. Ellos nunca habían visto un sacerdote. Siete años mas tarde, en medio de gran persecución, habían 10,000 católicos.
San Andrés Kim Taegon es hijo de nobles coreanos conversos. Su padre, Ignacio Kim, fue martirizado en la persecusión del año 1839 (fue beatificado en 1925 con su hijo).
Andrés fue bautizado a los 15 años de edad. Después viajó 1,300 millas hasta el seminario más cercano, en Macao, China. Seis años después se las arregló para volver a sus país y luego fue ordenado sacerdote en Shangai. Era el primer sacerdote nacido en Corea.
Regresó a Corea y se le asignó preparar el camino para la entrada de misioneros por el mar, para evitar los guardias de la frontera. En 1846 fue arrestado, torturado y decapitado junto al Rios Han, cerca de Seoul, Corea. Tenía 25 años. Hubo miles de mártires coreanos en esa época. En 1883 llegó la libertad religiosa.
La entrega de la vida de Andrés como la de otros tantos mártires, fue el fermento para que brotara con toda su fuerza la fe en ese lugar. También nosotros, como el joven Andres, somos invitados a la ofrenda de nuestra vida (con nuestros esfuerzos, cansancios en el estudio, el trabajo o el servicio comunitario, con la entrega de nuestros dolores) para que el reino crezca y fructifique.