… Puede ser que algún amigo les propuso la aventura. Y se largaron. Ponerse en camino, con alguien a su lado, es un anhelo que duerme en el corazón de todo insatisfecho. Tal vez, ni ellos mismos hubieran podido explicar demasiado bien qué era lo que los empujaba, o que esperaban encontrar en la ciudad Santa, meta de tantos que, como ellos se convertían en peregrinos.
Quisiera creer que en su mayoría eran peregrinos. No turistas. Los de este segundo grupo no buscan más que una experiencia excitante y pasajera, que no los comprometa a nada. Para ellos, lo que vale es el sabor del encuentro, disfrutar el momento: ¿por qué dejarlo pasar?. Pero luego se retoma la propia vida sin metas, y se continúa vegetando, hasta que la muerte los separe.
El peregrino, en cambio, es alguien que busca. Se pone en camino detrás de una esperanza. Cree que hay para él un lugar en el mundo. Y lo busca, aún sin saber bien qué es lo que lo empuja. O lo atrae. Es un hombre que ama la vida, y quiere vivirla con un para qué. Al ponerse en camino, se expone a que el Dios de la vida le cambie el para qué de su existencia. Es un riesgo que a la vez que lo desea, quizás también lo teme. Por eso busca unirse a otros, para corajear.
En esa misma ciudad habia otro grupo que se mantenía reunido tal vez por una motivación diferente, pero a quienes les estaba por pasar algo que les cambiaría sus vidas. Y los obligaria a comenzar una nueva misión. Eran los apóstoles. Con María, se encontraban todos en un mismo lugar, terminando una vigilia de oración que tenía mucho de espera, y bastante de nostalgia.
Y entonces, todo explotó.
Peregrino desde el Padre, enviado por el Hijo, descendió el Espíritu. Tembló la creación estremecida. El aire quieto se hizo viento, sacudiendo como un huracán los cuatro costados de la casa donde estaban reunidos. En el corazón de una mañana fría, estalló el fuego, que fue a tomar posesión de cada uno de los apóstoles, emborrachándolos de vida.
Era muy clarito que nadie entendía nada. Cada uno de los que habían acudido a la gran plaza, sacaba sus propias conclusiones de lo que estaba viendo y oyendo. Esa masa de diferentes, reunidos desde el desparramo, se sintió interpelada en su propia identidad por un mismo mensaje que los convertía abruptamente en un pueblo destinatario del anuncia de salvación.
Algo nuevo había irrumpido en la vida de todos. Un grupo de galileos se hacía entender por cada uno de los que tenían lenguas diferentes. Era un lenguaje del corazón encendido.
Había que dar una explicación. Se hacia necesaria la palabra que permitiera comprender lo que estaba sucediendo. El asombro podía prestarse a equívoco, y urgía convertirlo en Buena Noticia. Se recordó que entre las antiguas profecías había una que explicaba lo que estaba aconteciendo. Porque no podía ser otra cosa que el cumplimiento de lo que ya se había prometido. Se recordó lo que un viejo profeta habia anunciado para el futuro, en tiempos en que el pueblo sufría la sensación de haber sido infiel, y por ello abandonado de su Dios.
Así dice el Señor Dios: “Yo enviaré mi Espíritu sobre todos. Chicos y muchachas proclamarán mi noticia. Los jóvenes verán y los viejos soñarán”
Un nuevo coraje animó a los discípulos y les hizo superar sus miedos y cobardías. Habían descubierto el para qué de sus vidas, y a partir de ése momento se la jugarían limpiamente ante quien fuera.
Cerca de tres mil peregrinos fueron salpicados por el fuego del Espíritu, y con ellos nació la Iglesia misionera: orante, fraterna y comprometida.
María, la Madre de Jesús, estaba con ellos.
Fragmentos extraídos de “Peregrinos el Espíritu” Mamerto Menapace Editora Patria Grande