Cada día vuelvo a confirmar que la oración es un trabajo. Un trabajo porque se necesita mucho
esfuerzo y empeño; un trabajo porque también tiene mucho de rutina y si no le ponemos novedad
corremos el riesgo de sentirnos aburridos. Y de dónde viene esa novedad? o mejor dicho, quién la
trae?. Pues Jesús, siempre Jesús.
Comienzo estas líneas así, porque sintiéndome cada día más humano (gracias a Dios) me doy
cuenta que la oración se me hace difícil, a veces pasan días y me siento como en el Salmo 62:
“como tierra reseca, agostada, sin agua”. Pero ya con un años de recorrido en el camino de fe,
y con toda humildad, puedo decir que pasar por estos momentos no me asusta tanto como antes.
Digo esto porque el caminar como peregrino junto a la Iglesia, y con personas que acompañan ese
camino he podido comprender que Dios no se deja ganar en generosidad, que siempre me espera,
aun cuando no siempre tengo ganas de regresar.
Frente a esta experiencia, un amigo monje me regaló las siguientes palabras:
“A veces creo que Dios escucha más la oración de los pecadores que de los Santos, porque quiere
conquistar nuestra confianza y darnos vivas muestras de su misericordia. A los Santos ya los tiene
de su mano.
¡Seas por siembre bendito oh Dios, que te sientas a comer con publicanos y pecadores! y con tu
ternura, igual que a Mateo, el publicano, nos llamas a dejar nuestros puestos para ir detrás de ti.
Feliz aquel que se deja encontrar por el Buen Pastor, quien dejando una vez más a las 99 ovejas
del redil, sale a buscar a la que estaba perdida”
Abba Ioseph Ignatius, monje
Al principio recibí esa “frase monástica” como una más, pero después me dí cuenta que no me fue
indiferente. Muy al estilo ignaciano que algo he podido conocer estos últimos años pude “rumiar”
esta frase y con los días ir decantando lo que Jesús me quería decir.
Toda esta reflexión tuvo un momento cúlmine un día domingo en Misa.
Sin tenerlo muy presente, después de comulgar me vi en esos momentos en que “no sé que decir”,
y pese a saberme con Dios, no tenía palabra alguna para hacer oración.
Fue en ese instante en que me sentí en escena. Siendo protagonista de mi propio Evangelio.
Siendo yo esos múltiples pecadores que sintiéndose inferiores tuvieron la gracia de compartir
“la mesa” con el Señor. Con ese Jesús que no les mira su profesión ni como andan vestidos,
tampoco cuántos pecados han cometido, sino que mira sus ojos y toca su corazón con sus gestos y
palabras.
Así me sentí. Compartiendo el pan y la fraternidad junto a otros, sabiéndome enteramente amado
y jamás juzgado por Jesús, que como siempre me espera, para que vaya a su mesa, incluso
cuando no tengo nada que decir, sino solamente puedo “estar” allí, en silencio y Él, sin mirar
mis faltas o mi debilidad, me vuelve a encontrar.
Javier Navarrete Aspée