Todas las buenas obras reunidas no pueden ser equivalentes al santo Sacrificio de la Misa, porque éstas son las obras de los hombres, y la Misa es la obra de Dios. El martirio, que es el sacrificio que el hombre hace a Dios de su vida tampoco puede compararse en nada a la Misa, que es el Sacrificio que Dios hace al hombre de su Cuerpo y de su Sangre.
Al emitir su voz el sacerdote, nuestro Señor desciende del cielo y se encierra en una pequeña hostia. Dios fija su mirada sobre el altar. «Está allí, exclama, mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3:17; Mt 17:5). A los méritos de la ofrenda de esta Victima, no puede rehusar nada.
¡Qué bello es esto! Después de la consagración, ¡el Buen Dios está allí como en el cielo!…Si el hombre conociera bien ese misterio, moriría de amor. Dios se muestra comprensivo a causa de nuestra debilidad.
¡Oh! si tuviéramos fe, si comprendiéramos el precio del santo Sacrificio, ¡tendríamos más celo al asistir!
San Juan María Vianney (1786-1859), presbítero, cura de Ars
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