San Ignacio de Loyola no nació santo. Su proceso le llevó la vida entera, muchos dolores y renuncias.
Hay un episodio muy curioso de la vida de Ignacio, al comienzo de su conversión. Una vez recuperado de la herida que sufrió en la batalla de Pamplona, Iñigo decidió salir de Loyola en 1522. En el camino compró una tela con la que se hacían ordinariamente los costales y se hizo confeccionar una túnica larga hasta los pies; compró también un báculo, una calabacilla y un par de espaldillas. Después remontó su camino hacia el santuario de la Virgen de Monserrat.
Iñigo llegó a Monserrat el 21 de marzo de 1522 y decidió, a la manera de las tradiciones caballerescas, “velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acostarse”, delante del altar de la Virgen. En el Santuario encuentra un sacerdote benedictino con quien hace una confesión general de toda su vida, que habría durado más de un día.
Allí, ante la Virgen, deja sus vestidos de militar y su espada, y se viste de mendigo. Con esos gestos externos, Ignacio revela un cambio en su corazón y el nuevo rumbo que tomará su vida: deja de ser caballero y soldado, renuncia a su nombre (de noble), y se convierte en un sencillo peregrino mendicante que busca alcanzar Tierra Santa.
Según cuenta la tradición, el mismo san Ignacio relató que el día que llegó al Santuario de la Virgen, llegada la noche, buscó lo más secretamente que pudo a un pobre, se despojó de sus vestidos y se los dio para revestirse -como él deseaba- con un sayal de penitencia, aquel que se había mandado confeccionar. Después se puso de rodillas delante del altar, donde oró toda la noche, con el báculo en la mano.
Llega el caballero y sale el mendigo. Luego de su paso por Montserrat, el peregrino continúa el camino hacia Manresa donde da comienzo a una vida de pobreza, oración, y penitencia.