Esta anécdota en la vida de San Francisco de Asís que nos enseña acerca del desprendimiento de todo aquellos que nos impide poner en el centro a Dios:
“Una delgada columna de humo azulado se elevaba al borde del bosque, no lejos de la ermita. Este humo era insólito. ¿A quién se le habría ocurrido encender un fuego tan grande? El hermano León quiso salir de dudas. Se adelantó, separó las ramas de los arbustos y vio, a un tiro de piedra, a Francisco mismo, de pie junto a un pobre fuego. Vio que se agachaba, que recogía una piña y la echaba a las llamas.
León dudó un instante, después se arrimó despacito.
– ¿Qué estás quemando ahí, padre?
– Un cesto – respondió simplemente Francisco.
León miró de más cerca. Distinguió los restos de un cesto de mimbre que acababa de quemarse.
– ¿No será – dijo – el cesto que estabas haciendo estos días, verdad?
– Sí, el mismo – respondió Francisco.
– ¿Y por qué lo has quemado? ¿No te gustaba como había quedado? – preguntó León asombrado.
– Sí, quedaba muy bien, hasta casi demasiado bien – replicó Francisco.
– Pero, entonces, ¿por qué lo has quemado?
– Porque hace un momento, mientras rezábamos tercia, me distraía tanto que acaparaba toda mi atención. Era justo que en recompensa lo sacrificara al Señor – explicó Francisco.
León se quedó con la boca abierta. Por más que se empeñara en comprender a Francisco, sus reacciones le sorprendían siempre. Esta vez el gesto de Francisco le parecía de una severidad excesiva.
– Padre, no te comprendo. Si fuera preciso quemar todo lo que nos distrae en la oración no se terminaría nunca – murmuró León después de un momento de silencio.
Francisco no respondió nada.
– Sabías – añadió León – que el hermano Silvestre contaba con el cesto. Le hacía falta y lo estaba esperando con impaciencia.
– Sí, ya lo sé – respondió Francisco -. Le haré otro en seguida, pero era necesario quemar éste, esto era más urgente.
El cesto había acabado de quemarse. Francisco apagó con una piedra lo que quedaba de fuego y, cogiendo a León por el brazo, le dijo:
– Ven, voy a decirte por qué he obrado así.
Le llevó un poco más allá, junto a un macizo de mimbres, cortó un número bastante grande de varillas flexibles, después, sentándose en el mismo suelo, empezó otro cesto. León se había sentado a su lado, esperando las explicaciones del padre.
– Quiero trabajar con mis manos – declaró entonces Francisco -, quiero también que todos mis hermanos trabajen. No por el ambicioso deseo de ganar dinero, sino por el buen ejemplo y para huir del ocio. Nada más lamentable que una comunidad en donde no se trabaja, pero el trabajo no es todo, hermano León, no lo resuelve todo, puede ser incluso un obstáculo temible a la verdadera libertad del hombre, es así cada vez que el hombre se deja acaparar de su obra hasta el punto de olvidarse de adorar al Dios viviente y verdadero, por eso nos es preciso velar celosamente para no dejar apagar en nosotros el espíritu de oración. Eso es más importante que todos.
– Lo comprendo, padre – dijo León -, pero no vamos a destruir nuestra obra cada vez que nos distraiga en la oración.
– Desde luego – dijo Francisco -. Lo importante es estar dispuesto a hacer este sacrificio al Señor. Sólo con esta condición el hombre conserva su alma disponible. En la antigua ley los hombres sacrificaban al Señor las primicias de sus cosechas y de sus rebaños. No dudaban de deshacerse de lo más hermoso que tenían. Era un gesto de adoración, pero también de liberación. El hombre mantenía así su alma abierta. Lo que sacrificaba ensanchaba su horizonte hasta el infinito. En eso estaba el secreto de su libertad y de su grandeza.
Francisco se calló. Toda su atención pareció entonces concentrarse en su trabajo, pero León, a su lado, veía que todavía le quedaba algo que decir. Algo esencial que debía hacer cuerpo con él y que le costaba trabajo manifestar. Pero se calló por discreción. De repente, Francisco volvió su cara hacia él y le miró con una expresión de grandísima bondad.
– Sí, hermano León – dijo con mucha calma -, el hombre no es grande hasta que se eleva por encima de su obra para no ver más que a Dios. Solamente entonces alcanza toda su talla. Pero esto es difícil, muy difícil. Quemar un cesto de mimbre que ha hecho uno mismo no es nada, ya ves, aunque esté muy bien hecho, pero despegarse de la obra de toda una vida es algo muy distinto. Ese renunciamiento está por encima de las fuerzas humanas…
León se callaba. Ya no tenía ganas de hacer preguntas. No comprendía, desde luego, todo lo que le decía Francisco, pero le parecía que no había visto tan claro y profundo nunca en el alma de su padre. Lo que le impresionaba, sobre todo, era la tranquilidad con que hablaba de cosas graves, que seguramente había sabido por experiencia.
Se acordó de lo que Francisco le había dicho otra vez: “El hombre no sabe verdaderamente más que lo que experimenta.” Seguro que él había experimentado todo lo que decía. Hablaba con tantísima verdad, que León se sintió de repente lleno de dulzura y de espanto al darse cuenta de que era el confidente privilegiado de una experiencia así. Francisco continuaba su trabajo, y su mano tejía el mimbre sin temblar, como jugando…”