No soy profesor, al menos no todavía. Estoy estudiando Psicopedagogía pero aun me falta tiempo
para terminar. Lo que si puedo decir es que la experiencia me ha hecho sentir educador, esto desde
hace ya casi un año cuando en el colegio donde trabajo me pidieron un reemplazo para religión
durante un semestre y luego este año dando la asignatura de Aprendizaje y Servicio a los
pequeños de 5° y 6° básico. También doy catequesis sacramental de comunión a los 4° básicos y
confirmación a los 2° medios.
Decía que me siento educador, porque tengo la certeza que cuando uno se sumerge en este mundo
de la educación, en cualquier labor en la que se encuentre de algún modo u otro está educando.
Yo lo hago un tiempo en el aula, y también fuera de ella.
Sin duda a pesar de haber ido ganando un poco de experiencia, constantemente me siento
desafiado. Estos tiempos están difíciles. Múltiples instituciones sancionadoras, padres más
quejumbrosos de lo habitual, y como no mencionarlo, la realidad de los chicos de hoy.
Una realidad marcada por todos los distractores de este mundo, pantallas por mil, influencias,
todo los que respecta a la era digital que los saca de sus procesos y etapas y los hace conocer
más de la cuenta. A eso le sumamos todos los déficit, trastornos y demases a nivel de aprendizaje
y conducta. “Antes no era así” “Con una cachetada se pasaban todas las mañas” dicen las
personas adultas que vivieron otra época muy distinta de la educación. Y claro que era distinto.
Más vale no me pongo a pensar en lo de antes porque a mi me toca vivir el hoy.
Más que todo lo anterior que es bien conocido por la mayoría, lo que me motivó a escribir estas
líneas tiene que ver con otro aspecto. Otro de tipo de necesidades, más allá de lo intelectual.
Hoy durante una de mis clases, uno de los chicos se me acerca y me abrazó muy fuerte y con
cariño (en realidad siempre lo hace, no solo él, sino varios… son bastante cariñosos!). Pero
precisamente no fue el abrazo lo que más me impactó. Lo que más me causó impresión fue
mirar la cara de este chiquito y que me dijiera con una tierna voz “papá”. Puede ser una
tontera, un juego de niños o como sea. Yo, quien me considero alguien que no se muere por
ser padre, este sencillo gesto removió una fibra en mi que me hizo pensar esto que estoy
escribiendo. Insisto, no con el deseo e impulso de querer ser papá. Al menos no por ahora.
Sino por algo aun más profundo y que me dejó pensando.
CUÁNTO AMOR HACE FALTA AL MUNDO! eso es lo que pensé, porque sin duda mirar la inocencia
de los pequeños es descubrir que ellos lo que dicen y hacen les brota del corazón, no como
algo superficial sino con toda la dulzura y transparencia de un niño que expresa aquello que
siente sin miedo ni verguenza. Es pensar en todas las carencias que ellos viven día a día,
quizás en lo material lo tienen todo, pero cuánto afecto les falta!
Yo no sé cual es la realidad de este pequeño, entre todos los alumnos que tengo casi no me queda
el espacio para atender a la realidad de cada uno, aunque me gustaría! No sé si tiene o no papá,
cómo es su relación con él, entre otras cuantas preguntas que me surgen. Lo que sí estoy seguro
es que esto que puede resultar algo tan insignificante para cualquiera, para mí tiene un valor.
Quizás si tiene papá, no tiene ningún problema con él y yo estoy pensando más de la cuenta,
pero talvez vio algo en mí que le recordó a él, o se siente seguro de tener una figura paterna
también en el colegio.
Este acto tan cargado de emocionalidad y sencillez me impulsa a seguir trabajando, a no decaer
cuando en su conjunto los pequeños me hacen salir canas o perder la paciencia. Me invita a seguir
viviendo el día a día como una misión, con mi entrega, mi alegría, y todos los dones que Dios
me ha regalado, reconociéndome instrumento de Él, entregando amor al mundo, a mis hermanos,
a todos, sin distinción!
Javier Navarrete Aspée