Evangelio según San Lucas 2,41-52

jueves, 27 de diciembre de
image_pdfimage_print

Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.

 

Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.

 

Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.

 

Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.

 

Jesús les respondió: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. 

 

Ellos no entendieron lo que les decía.

 

El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.

 

Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

 

 

Palabra de Dios

 


Padre Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharrám

 

El relato evangélico de la Sagrada Familia de Nazaret pone el relieve en este ciclo B en Jesús, perdido y hallado en el Templo. Es uno de los episodios más difíciles de entender de aquellos que pertenecen a la infancia de Jesús.

Lo lindo del texto pasa por tres puntos esenciales que tienen que ver aquí y ahora con nuestra vida cotidiana. El primero es que en la fiesta de la Sagrada Familia no celebramos el misterio de la familia monoparental típica de nuestra época y heredada de la burguesía industrial del siglo XIX. Se habla más bien de clan. Son muchos los que bajan a Jerusalén. Es todo un pueblo. Se confunden los hijos y los padres y cuidan unos de otros. Creo que un lindo ejemplo para afrontar hoy frente a la realidad de las familias ensambladas. Muchos los ven como la gran desgracia. Sin embargo, creo que brota como posibilidad desde la encarnación en la realidad el concepto de clan: ya no se trata de seguir de cerca un ideal impuesto por la sociedad civil que se corresponde con una vana pretensión anacrónica, sino que recibe toda su fuerza de la capacidad de recibir amor de diferentes maneras y en diferentes contextos. Como cristianos defendemos la vida y la familia. Sin embargo estamos llamados a ser familia con aquellas familias que sienten que ya no lo son o que se sienten vacías, o que están profundamente divididas o que incluso pasan por situaciones de dolor, abuso y violencia. Ellos tienen que encontrar un lugar en nuestras comunidades. Incluso las familias ensambladas o que están en nuevas uniones, no pueden quedarse al margen de la vida litúrgica, sacramental, ministerial y al servicio de los pobres por su mera condición.

Lo segundo es que los padres tienen pedagógicamente una capacidad de influir en la educación de sus hijos hasta la edad aproximadamente de los 14 años, casi la edad de Jesús en el evangelio de hoy. Y esto no los tiene que angustiar como María y José. Cada vez me encuentro con más padres que quieren tener una influencia y un control total sobre sus hijos cada vez mayor. Y se frustran. Porque “otros mundos” empiezan a ser referente de sus hijos. Y esto no es malo. Es como es. Y muchas veces la juntada, “la previa”, los amigos, la barra, tienen mayor representación para ellos. ¿Qué hacer? No desesperarse. Confiar en ellos. Tener paciencia y saber esperar. Y dialogar. Dialogar, dialogar y dialogar. La única clave. María y José no entienden a Jesús; sin embargo no lo regañan ni lo ponen en penitencia; no le gritan ni le hacen sentir el rigor: hablan. Las comunidades cristianas tenemos que ser esos espacios de formación de padres y contención de familias, donde podamos aportar desde la Cultura del Diálogo y el Encuentro, donde todos somos escuchados.

Lo tercero: Jesús tiene en claro a qué quiere dedicarse. Le brota desde lo profundo del corazón y de las entrañas: ocuparse de las cosas de Dios. Esto nos tiene que hacer pensar en el contexto de esta Navidad, no sólo el fin para el cual hemos sido creados sino nuestros hijos. Y dejarlos ser. No imponerles nuestro deseo como fatum universal y destino final, sino descubrir desde la originalidad de lo que somos aquello que más nos representa y nos llama a desplegar y descubrir la originalidad de nuestra propia vocación. Y si es en familia, en cualquiera de sus formas, mucho mejor.

 

Oleada Joven