Ya terminando la primer etapa del año, despues de un tiempo exigente que demandó lo mejor de nosotros, algunos gozan de unos días de descanso. Otros aunque sigan estudiando, aunque sea no van a clases. Martín Descalzo, sacerdote y escritor español, nos presenta en su libro "Razones para el amor" un lindo artículo para los que terminaron de rendir, o acaban de presentar un proyecto o trabajó que les demandó mucha dedicación.
Después de los exámenes
Recibo en estos días varias cartas de muchachos y muchachas que parecen calcadas las unas de las otras, porque todas coinciden en contarme una misma sensación de vacío. Después de los exámenes se sienten como huecos. Han trabajado durante el año, han salido bien de sus pruebas finales, sus padres están contentos con ellos porque lo que sus progenitores quieren es, ante todo y sobre todo, «que estudien»; pero ellos, precisamente ahora que la presión de los exámenes desaparece, se preguntan si valía la pena, si con tanto estudiar no estarán dejando de vivir. «En este momento -dice una universitaria- me encuentro que no tengo nada, me quedo desinflada, mientras en casa se quedan tan contentos con mis buenas notas.»
Yo pienso, en un primer diagnóstico, que esta sensación de vacío y desencanto la hemos experimentado todos tras los grandes períodos de lucha: por unos exámenes, por una empresa que acaparó nuestra alma, por un libro que acabarnos de escribir. Es, me parece, un buen síntoma humano que en ese momento no nos venza el orgullo de lo realizado y surja ese vacío que nos empujará a una nueva tarea cuando lo superemos.
Pero creo también que en los jóvenes ese desfondamiento muestra algo más, concluido lo que acaparaba sus nervios, aparece un vacío interior más doloroso: ellos aspiran a «más vida» y reconocen que los estudios son un medio, pero no un fin.
En varias de esas cartas aparece la gran sombra de la soledad: «Yo también necesito alguien que me quiera y a quien querer -me dice una muchacha- porque, aunque ya sé que mis padres me quieren son ya muy mayores y muchas veces no puedo contar mis problemas en casa.» Ya apareció la madre del cordero: la necesidad de amistad y de amor. «¿Dónde están los chicos que valgan la pena?», me preguntan las chicas. «¿Dónde se encuentra una chica con la que yo me sienta lleno?», preguntan los muchachos. Todos se encuentran capaces de llenar la vida de alguien. Todos dudan de que exista alguien capaz de llenarles a ellos.
¿Buscarlos en la facultad, en los ambientes de estudio? «No sé qué pasa en la facultad -me dice una muchacha-: la gente va allí como de cumplido, nadie íntima con nadie, algunos llegan allí ya con sus rollos desde los quince años y yo, a mis veinte, me pregunto si es tarde para mi.»
¿En las discotecas? «Las discotecas -me dice otra- reflejan el problema tan grande de incomunicación que sufrimos todos. Estamos tan acostumbrados a no escuchar al que está a nuestro lado, que preferimos estar en un lugar donde eso es materialmente imposibles.
Como es lógico, yo no comparto el diagnóstico tan pesimista de mis corresponsales. Refleja sólo -pienso- el hecho de que ellos aún no han encontrado esa amistad que necesitan y empiezan a considerarlo una aventura imposible.
Habría que empezar a explicar a estos muchachos que la amistad y el amor son dos joyas demasiado hermosas como para que uno las encuentre tiradas por la calle. Todo lo grande es costoso. Encontrar «el» hombre o «la» mujer que cada persona necesita no es que sea tan difícil como acertar una quiniela de catorce, pero tampoco es tan sencillo como pedir un café en una cafetería. Y es un hecho que buscarlo obsesiva y neuróticamente es la mejor manera de no encontrarlo o de encontrarlo equivocándose.
Me parece que el único camino lógico es dejar hacer a la vida. Y tener la certeza de que, cuando alguien tiene mucho que ofrecer, encontrará siempre personas dispuestas a recibirlo. Siempre, claro, que se viva con los ojos abiertos. Digo esto último porque en la vida existen «los profesionales del desprecios, ese tipo de personas que se pasan la vida encontrando defectos en los demás: éste es superficial, aquél no tiene conversación, el de más allá carece de una educación parecida a la mía, aquel otro no tiene nada dentro. Estos «despreciadores» están condenados a la soledad: mientras se cansan pronto de cultivar su alma, siempre piensan que los demás «no son suficientemente dignos» de ella.
Yo, lo confieso, encuentro toneladas de gente interesante, conozco cientos de chavales y muchachas estupendas y -¡claro!- no voy a poner una agencia de matrimonio, porque pienso que el amor debe buscárselo cada uno con su propio coraje.
Por eso a los amigos que me escriben esta semana les diré: dejad que pasen estos primeros días en los que esa sensación de vacío tras el curso es inevitable. Y después dedicaos estas vacaciones a vivir, aprovechad el tiempo, llenaos de lecturas, de música, encontraos con los chicos sin afanes de caza precipitada, dejad que os crezca el corazón. Ya encontrará donde posarse. Si tenéis amor, no se perderá. Los únicos árboles que no florecen son los que ya estén secos.
Martín Descalzo
Periodista y sacerdote español
Artículo del libro "Razones para el amor"