Escucha Señor, por favor, lo que no digo. No te dejes engañar por mí. No te engañen mis apariencias, porque son sólo una máscara, tal vez mil máscaras, que me da miedo quitarme, aunque ninguna de ellas me represente. Aparento sentirme seguro, que todo va bien, tanto dentro como fuera; aparento ser la confianza personificada, poseer la calma como una segunda naturaleza, controlar la situación y no necesitar de nadie.
Pero no me creas, te lo ruego Señor. Exteriormente puedo aparecer tranquilo; sin embargo, lo que ves es una máscara. Debajo, escondido, está mi verdadero yo en la confusión, en el miedo, en la soledad.
Pero lo escondo. No quiero que nadie lo sepa. Me invade el pánico ante el solo pensamiento de mostrarlo. Por eso necesito constantemente crear una máscara que me oculte, una imagen pretenciosa que me proteja de la mirada perspicaz. Pero precisamente esa mirada es mi salvación. Mi única salvación. Y yo lo sé. Más, cuando viene acompañada de la aceptación del amor, entonces se convierte en lo único que puede liberarme de mí mismo, del mecanismo de barreras que he levantado; lo único que puede asegurarme de algo de lo que no logro convencerme a mí mismo: de que en verdad tengo algún valor.
Pero esto no te lo digo. No tengo valor para ello. Temo que tu mirada no venga acompañada de la aceptación, del amor. Temo que puedas cambiar de opinión sobre mí, que no me tomes en serio y que tu sonrisa acabe matándome. Tengo miedo, en el fondo, de no valer nada, y de que tú te des cuenta y me rechaces.
Entonces sigo con mi juego de pretensiones desesperadas, con apariencia de seguridad por fuera y con un niño tembloroso por dentro. Exhibo mi desfile de máscaras, y dejo que mi vida se vuelva una ficción. Te cuento todo lo que no cuenta nada y nada de lo que en verdad es importante, de lo que me atormenta por dentro.
Por eso, cuando descubras esta rutina, no te dejes engañar por mis palabras Señor: escucha bien lo que no te digo, lo que quisiera decir, lo que necesito decir, pero no logro expresar.
No me gusta esconderme, te lo confieso. Me encantaría ser espontáneo, honesto y sincero, pero tienes que ayudarme. Por favor, tendeme tu mano, aunque parezca ser lo último que deseo.
Tan sólo tú puedes sacar a la luz mi vitalidad: siempre que eres amable, atento y solícito, siempre que tratas de comprender, porque me quieres, mi corazón palpita y renace.
Quiero que sepas lo importante que eres para mí y el poder que tienes de hacer emerger la persona que soy. Basta con que lo quieras. Te lo ruego, escúchame. Mírame. Tan sólo tú puedes derribar las barreras tras las que me refugio, tan sólo tú puedes quitarme la máscara, tú puedes liberarme de mi solitaria prisión. ¡No me ignores, por favor, no pases de largo! Ten paciencia conmigo. A veces parece que, cuanto más te acercas, tanto más me rebelo contra tu presencia. Es algo irracional, pero es así, lucho contra lo que necesito…pero el amor es más fuerte que toda resistencia, y ésta es mi esperanza. Mi única esperanza.
Ayúdame a derribar estas barreras con tus manos fuertes y delicadas a la vez, porque un niño es siempre algo muy frágil.
¿Quién soy yo, te preguntas? Soy alguien a quien conoces muy bien.
“Señor, tú me sondeas y me conoces, tú sabes si me siento o me levanto; de lejos percibes lo que pienso, te das cuenta si camino o si descanso, y todos mis pasos te son familiares” Salmo 139. “Porque tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo…No temas, porque yo estoy contigo…” Is. 43, 4-5