La santidad no es para nosotros mismos y Teresita lo entendió. Lo dice inspirada en aquél texto de I Cor 13: la Caridad, el Amor, no busca su propio interés. Ella vivió hasta el extremo ése desinterés del amor, no guardando nunca nada para sí, y no queriendo guardarlo tampoco para el Cielo, sino que lo entrega para la Iglesia y las almas: nada se queda en mis manos. Todo lo que tengo, todo lo que gano es para la Iglesia y las almas. Aunque viva ochenta años, seguiré siendo así de pobre. Nosotros somos de amontonar “méritos”, “obras”, que nos dan una cierta tranquilidad, como si tuviéramos anotados en una compañía de seguros; pero Teresita no se reserva nada. En el acto de ofrenda de sí misma dice a Dios: no quiero amontonar méritos para el Cielo; quiero trabajar sólo por Tu amor, con el único fin de complacerte… En la tarde de ésta vida compareceré delante de Vos con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que contés mis obras.
“Una santidad que se busca a sí misma, que se toma a sí misma por fin sería una intrínseca contradicción”, dice Von Valthasar y el corazón misionero de ella la impulsaba a mirar más a sus hermanos que a sí misma, por eso daba todo lo que poseía; ¡se siente una paz tan grande una absolutamente pobre y al no contar más que con Dios! Y no temía verse pobre en el momento de la muerte. Al contrario, era tal su confianza que afirma con audacia: estoy muy contenta de irme pronto al Cielo; pero cuando pienso en éstas palabras de Dios: “Traigo conmigo mi recompensa para dar a cada uno según sus obras” (Ap 22, 12), me digo a mí misma que en mi casa Dios va a verse en un apuro.
¡Yo no tengo obras! Por lo tanto, ¡no podrá darme según mis obras! ¡Pues bien, me dará “según sus obras”!…
Fuente: Teresa de Lisieux la mimada, la misionada, la doctora… Ángel Rossi, Editorial Bonum