Homilía Domingo XXX Durante el año: Ama y haz lo que quieras.

sábado, 22 de octubre de
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La liturgia nos hace reflexionar profundamente hoy: la conexión, la unidad de vida, la sintonía que hay en nuestro corazón en el amor.

Los magistrados judíos siguen probando a Jesús. Hoy le presentan el desafío acerca del mandamiento más grande. Esta cuestión podemos entenderla si nos ubicamos en el tiempo de Jesús. Había más de 600 prescripciones que ordenaban la vida de las personas para responder a Dios. Entre tal maraña de normas, prescripciones, mandatos, indicaciones no se sabía cuáles eran fundamentales, cuáles accesorias. Muchas personas experimentaban esto con mucha angustia, la relación con Dios se volvía pesada, frustrante, esclavizante.

Jesús cambia la dinámica. Quiere hacer entender que la vida en relación con Dios va más allá del cumplimiento de mandatos y prescripciones. La dinámica es el Amor. La respuesta del Jesús apunta al corazón del Israelita. Cuando Jesús nos habla del primer mandamiento cita el núcleo esencial de la experiencia de fe. Le cita la Shema (escucha Israel; Dt 6,5). La Shema era la plegaria de todo judío piadoso que repetía mañana y tarde. Se trata de amar, no de cumplir. Y se trata de amar con todo el corazón, alma y espíritu. El corazón: la dimensión volitiva del hombre, su “querer”, sus “decisiones”. El alma: que en la antropología bíblica es la “fuerza vital”. La mente: la dimensión intelectiva, nuestra capacidad de representar el mundo. En otras palabras, con todo nuestro ser.

El cumplir mandatos nos puede dejar tranquilos de conciencia pero lejos del amor. La vida de Dios no se trata de cumplir mandatos: el cumplir nos puede dejar fríos e indiferentes; se trata de amar, de trata de vivir desde la óptica del amor.

Pero Jesús todavía da un paso más. Funde en una misma dinámica el amor a Dios y al prójimo. Son dos caras de la misma moneda. Toda la ley y los profetas, en otras palabras: toda la revelación y la vida cristiana se resume en amar a Dios y al prójimo que son indisociables e inseparables. Somos mentirosos, nos dice Juan, si decimos que amamos a Dios y despreciamos al hermano. No podemos amar a Dios y descuidar, como advierte la primer lectura,  al huérfano, a la viuda y al extranjero. No entramos en la dinámica del amor cuando vivimos horas de oración e innumerables sacrificios y nos olvidamos de más débiles, de los más pobres.

Cumplir mandamientos es fácil, lo que no es fácil es amar. Vivir desde el cumplimiento es cómodo, el amor te desinstala. A la palabra amor le damos muchos sentidos, a veces llamamos amor aquello que justifica nuestra ambición y egoísmo. Cuando digo amor me refiero a Jesús de Nazarteh. Lo vemos encarnado en su gestos, actitudes, criterios; en su vida, muerte y resurrección. 

Muchas veces ponemos como Iglesia todo nuestro esfuerzo y peso en el cumplimiento de normas y prescripciones y nos olvidamos del amor. El amor es lo primero y fundamental. Es lo que sostiene. Si no hay amor, no sirve, no cuenta para nada (1Cor 13). De nada sirve la catequesis sino ponemos en contacto con el amor. De nada sirve el matrimonio y el sacerdocio sino no son fruto y expresión del amor. La familia no se sostiene si no hay amor. La comunión no se construye sin amor. Debemos  dejar que nuestra carta de presentación, como Iglesia, sean las exigencias para asumir el amor. El amor de Dios es primero, fundante. Él nos amó primero, lo nuestro es respuesta. Solo se exige respuesta quien ha conocido primero el amor, sino esa respuesta no se sostiene, es una norma que esclaviza. 

Termino con San Agustín: “El precio de tu trigo es tu moneda. El precio de tu campo, tu plata. El precio de tu piedra preciosa, tu oro. ¡El precio de tu caridad eres tú!

 

Gabriel Ghione