A orillas de un gran río entre montañas, un viejo barquero esperaba con su barca a la gente para trasladarla a la otra orilla. Era persona de pocas palabras, pero en su rostro se reflejaba algo de la majestad de las montañas y de la trasparencia de las aguas del gran río.
Un día llegó un joven perdido por aquel valle, acostumbrado tan sólo al asfalto y al ruido de la ciudad. Y pidió al barquero que lo llevara con su barca a la otra orilla. Él aceptó sin decir una palabra y se puso a remar. Mientras avanzaban, a la mitad del trayecto, el joven curioso se dio cuenta de que en uno de los remos se podía leer DIOS (el roce diario de los remos había ido borrando otras letras). Molesto el joven por la palabra DIOS, que le parecía pasada de moda, empezó a decir: Hoy el ser humano con su razón ha descubierto los secretos del mundo y de la vida… Le sobra Dios. El anciano calló. Tomó el remo en el que estaba escrita la palabra DIOS, lo dejó en la barca y continuó remando sólo con el otro, en el que estaba escrita la palabra YO. Naturalmente la barca no siguió adelante, sino que comenzó a dar vueltas sobre sí misma, sin más futuro que aquel pequeño círculo en el que se movía, y a ser arrastrada por la corriente.
El joven quedó pensativo… El viejo barquero interrumpió su silencio: Necesitamos de Dios y de los demás, que es la palabra casi borrada, desgastada por la rutina diaria. Y sé que él y ellos cuentan conmigo, como lo has hecho tú, joven amigo. Y mirando al horizonte, añadió: Algo más he descubierto, que Dios y los demás están inseparablemente unidos.
Y tomando de nuevo el remo donde se leía DIOS, siguió remando y acompañando al joven a la otra orilla.
Fuente: ciudadredonda.org