Catequesis del Papa Benedicto XVI en la audiencia general dedicada a los Fieles Difuntos 2011
Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada hacia tantos rostros que nos han precedido y que han concluido el camino terrenal. En la Audiencia de este día, quisiera proponer algunos pensamientos sencillos sobre la realidad de la muerte – que para nosotros los cristianos está iluminada por la Resurrección de Cristo – y para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya decía ayer, en el Ángelus, en estos días, se acude a los cementerios para rezar por los seres queridos que nos han dejado, es casi como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro cariño, para percibir que todavía los tenemos cerca, recordando también, de este modo, una parte del Credo: en la comunión de los santos hay un vínculo estrecho entre nosotros, que caminamos aún en esta tierra, y tantos hermanos y hermanas que ya alcanzaron la eternidad.
Desde siempre, el hombre se ha preocupado por sus muertos y ha intentado darles algo así como una segunda vida, por medio de la atención, del cuidado y del afecto. En cierto modo, se desea conservar su experiencia de vida; y, paradójicamente, descubrimos ante las tumbas, donde se multiplican los recuerdos, cómo ellos vivieron, qué cosas amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Es como si sus tumbas fueran un espejo del mundo de cada uno de ellos.
¿Por qué es así? Porque, a pesar de que la muerte es a menudo un tema casi prohibido en nuestra sociedad – y de que se intente continuamente quitar de nuestras mentes tan solo el pensamiento de la muerte – ésta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de todo tiempo y de todo espacio. Y ante este misterio todos, aun inconcientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, una señal que nos dé consuelo, que nos abra algún horizonte, que ofrezca aun un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es un camino de la esperanza y acudir a nuestros cementerios, así como leer los epitafios en las tumbas, es cumplir un camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero, nos preguntamos: ¿por qué probamos temor ante la muerte? ¿Por qué la humanidad, en su amplia mayoría, nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no hay otra cosa que la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo de la nada, de ese partir hacia algo que no conocemos, que nos es desconocido. Y, entonces, hay en nosotros un sentido de rechazo, porque no podemos aceptar que todo lo más bello y grande que se haya realizado durante toda una vida, quede borrado repentinamente, caiga en el abismo de la nada. Sobre todo, sentimos que el amor evoca y pide eternidad y que no es posible aceptar que el mismo amor quede destruido por la muerte, en un solo momento.
Aún más, sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de nuestra vida, percibimos que habrá un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos conducido nuestra vida; en primer lugar, sobre aquellas sombras que, con habilidad, a menudo sabemos borrar o intentamos borrar de nuestra conciencia. Diría, que justo la cuestión del juicio es la que subyace al cuidado del hombre de todos los tiempos para con los difuntos, a la atención que se dedica a las personas que han sido significativas y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrenal. En un cierto sentido los gestos de cariño y de amor que rodean al difunto, son un modo de protegerlo, con la convicción de que estos gestos no quedarán sin efecto en el juicio. Es algo que podemos encontrar en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.
Hoy el mundo se ha convertido, al menos aparentemente, en mucho más racional, o mejor dicho, se ha difundido la tendencia generalizada de pensar que cada situación debe ser afrontada con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder, no tanto con la fe, sino partiendo de los conocimientos comprobables empíricamente. No se llega a tener suficientemente en cuenta, sin embargo, que, de esta manera, se acaba por caer en formas de espiritismo, en el intento de tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, como imaginando casi que haya una realidad que, al final, es una copia de aquella presente.
Queridos amigos, la solemnidad de todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos indican que solamente quien reconoce una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos el hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, es decir, a lo que puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su significado más profundo.
El hombre tiene necesidad de eternidad, y cualquier otra esperanza para él es demasiado breve, demasiado limitada. El hombre sólo tiene explicación si hay un Amor que supere todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre es explicable, encuentra su significado más profundo, sólo si hay Dios. Y nosotros sabemos que Dios ha salido de su lejanía y se ha acercado, y ha entrado en nuestras vidas y nos dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá jamás »(Jn 11,25-26).
Pensemos por un momento en la escena del Calvario y rememoremos las palabras que Jesús, desde lo alto de la Cruz, dirige al ladrón crucificado a su derecha: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraiso” (Lc 23,43). Pensemos en los dos discípulos en el camino de Emaús, cuando después de haber compartido una parte del camino con Jesús Resucitado, lo reconocen y parten de inmediato hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cfr Lc 24,13-35).
Vuelven a nuestra mente con renovada claridad las palabras del Maestro: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a preparaos un lugar” (Gv 14,1-2).
Dios realmente se ha mostrado, se ha hecho asequible, de tal manera ha amado el mundo "que entregó a su Unigénito, para que todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16), y en el supremo acto de amor de la Cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la ha vencido, ha resucitado y nos ha abierto también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que Él mismo ha atravesado; es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún temor, porque Él conoce el camino, incluso a través de la oscuridad.
Todos los domingos, recitando el Credo, reafirmamos esta verdad. Y acercándonos a los cementerios para rezar con amor y afecto a nuestros familiares difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, es más, a vivir con esta gran esperanza y dar testimonio de ella en el mundo: detrás del presente no hay la nada. Es precisamente la fe en la vida eterna la que da al cristiano la valentía de amar, todavía si cabe, con mayor intensidad esta nuestra tierra y trabajar para construirle un futuro, para darle una esperanza verdadera y cierta.