Las manos de Dios

lunes, 21 de noviembre de

 

 

Todo el juego, toda la aventura divina y trágica de nuestra vida está en dejarnos tomar por las manos de Dios. El trata de hacernos suyos. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligroso: nuestra libertad. Y Dios la respeta misteriosamente. Infinitamente.


Podría apoderarse de nosotros violando nuestra libertad. No le interesa. Qué amor. Por conquista, de su parte; por libre entrega de la nuestra. Para conquistarnos dispone de dos manos: la derecha y la izquierda, que representan dos técnicas y dos tácticas opuestas. 


La mano “derecha” es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. Entra directo. No se disfraza. Actúa de día. A pleno sol. Habla en tono normal. Es de todas las horas. 


La mano “izquierda” busca atajos, o da rodeos; es cálculo y diplomacía; no tiene prisa; se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a distancia. Finge la voz. Se ampara a la sombra. O aguarda la noche. 


Pasa a gritos como un ciclón. O en silencio como un puñal. 


Pero, aunque “izquierda”, ni es maquiavélica, ni traidora. Porque la mueve el amor. 


Para cada alma Dios tiene dos manos; pero las emplea de modo distinto en cada caso; porque todas las almas son diferentes. Y la conquista de cada una es un juego personalísimo de Dios y de ella. Que no vuelve jamás a repetirse el mismo, porque no puede repetirse jamás, exacta, ni un alma ni su historia. 


Hay almas que se dejan tomar por la mano derecha.


En otras alternan, izquierda y derecha, las dos manos divinas. Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda. 

 

Con la derecha, como palomas blancas, o a ovejas dóciles, agarró Dios a Juan Bautista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas: la española y la francesa… No es que la mano derecha elimine la lucha. No, ni el dolor, ni la renunciación. Pero es cara a cara. A pleno sol. 


Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se revelan, se plantan. Entonces entra en juego la izquierda. Pero en la sombra, sin dar la cara, buscando un disfraz. La mano de Dios – ¡Su Amor! – inventa una ingeniosa y divina metarmorfosis  y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche. 


El relámpago ciega a Pablo, a quién no lograron iluminar los ojos clarísimos y agonizantes de Esteban. Que quiso ser mano derecha de Dios. El relámpago lo ciega, sepultándolo en la noche, para que en estas tinieblas, estalle la luz nueva de Damasco. 


La bala de un cañón francés le destroza la pierna, consiguiendo su rendición, a Ignacio de Loyola, que había resistido y rechazado, sin capitular jamás, todos los suaves ataques de la mano derecha de Dios. 


El quiquiriquí de un gallo que acuchilla la noche tiene más elocuencia para Pedro que las palabras directas y transparentes del Maestro. Lo entiende todo. Y rompe a llorar.


Y la rebeldía intelectual de Agustín, que flotó siempre con la cabeza erguida sobre todas las procelosas y oceánicas tormentas de sus pensamientos, acaba por perecer ahogada en los dos mansos arroyos de lágrimas que ruedan por las mejillas de su madre Mónica.  

 

 

  

Fuente: “Mi Cristo roto”, Ramón Cué S. J., Editorial Guadalupe

 

 

 

Oleada Joven