A veces, los que intentamos seguir el ejemplo de Cristo, nos sentimos invadidos por el desánimo y la impotencia. Queremos, pero no podemos. Luchamos, pero fracasamos (en apariencia). Comenzamos a andar, pero nos caemos de nuevo. Y por muy buenas intenciones y propósitos que tengamos, terminamos siempre tropezando… en la misma piedra. Se nos llena el corazón de desánimo, de cierta angustia, de remordimientos, al reconocer que estamos lejísimos de nuestro objetivo. Es cierto, puede llegar a ser descorazonador. Y sin embargo, no debería ser así. De ninguna de las maneras.
Porque si algo quiere el Señor de nosotros es nuestra felicidad. Somos sus hijos y Él nos ama, infinitamente más de lo que nosotros jamás llegaremos a amar a nuestros propios hijos (quienes los tengan), o a nuestra gente más querida. Nos ama. Y nos conoce mejor que nosotros mismos. Y aún así, o por eso mismo, nos ama. Y nada nuestro le es ajeno. Mira nuestros defectos con infinita ternura y siempre nos perdona, incluso antes de que acudamos a Él con el corazón contrito. Estoy seguro de que se ríe de nuestros tropiezos y su Mirada no puede ser otra que la de un Padre amoroso cuidando de sus hijos pequeños. (Desde luego, conmigo tiene como para morirse de la risa, porque si algo domino son las caídas y resbalones. Ay, menos mal que me quiere) .
Si nuestro corazón se llena de angustia y ansiedad por no llegar, por no hacer lo suficiente, por fallar una y otra vez, será mejor que nos pongamos alertas. “No viene de Mí ninguna angustia”, nos dice. Y tantas veces nos resistamos a escucharle. Cuando me acerco al Señor y le cuento mis cuitas y le digo que soy un desastre, que me cuesta hacer oración, que a menudo soy egoísta y no pienso en los demás, que me dejo arrastrar por las pasiones, que me siento una nulidad, Él, sonriéndome, me dice: “¡Vaya! ¿Acaso intentas decirme que eres un hombre?”.
Como dicen ahora, hay que desdramatizar. El Padre nos quiere alegres. Vigilantes y atentos, pero siempre felices y contentos. Reírse de nuestros propios fracasos podría ser una buena idea. Nos los tomamos con humor, a ellos y también a nosotros mismos, y seguimos adelante con una sonrisa, fuertemente cogidos de la mano del Señor y firme el propósito de hacerlo mejor en la próxima ocasión. Ya sabemos quién acecha a las almas que siguen a Dios. Y es precisamente de ahí de donde provienen esos atroces desasosiegos que nos paralizan e impiden amarnos, y amar a los demás como el Padre quiere que lo hagamos.
Cuando amamos a alguien, lo hacemos íntegramente. Hagamos lo propio con nosotros mismos, y no seamos tan duros con nuestras caídas y nuestras debilidades. Pongamos en nuestros rostros esa sonrisa, apenas perceptible, de quienes están siempre con Dios Padre, seguros de su infinito Amor. Y no olvidemos que todos, absolutamente todos, caemos. Él lo sabe, es el primero que está ahí para ayudar a levantarnos. Nos hizo hombres, esto es, imperfectos, pero también nos dotó de un alma, capaz de elevarse por encima de nuestra fragilidad para llegar hasta Él.
No olvidemos que Cristo es el modelo que debemos seguir, Él es el Camino. Y nosotros, en el mejor de los casos, sus humildes imitadores. Y sobre todo, no olvidemos jamás lo más importante: que Él nos ama siempre, tal y como somos, aunque nos parezca increíble.
Fuente: guillermourbizu.com