Rezar es como saltar en paracaídas. Las dos cosas requieren esfuerzo, tensión y superarse a sí mismo. Para el salto, tengo que dejar la seguridad de la cabina para saltar al vacío. ¡Vértigo! Hay que saltar al abismo, confiando sólo en unas cuerdas, en el paracaídas y en mi entrenamiento. Una vez fuera, llega el primer desplome y la primera recompensa: la delicia de volar, de planear. Luego, el jalón y un gran tirón. Sensación indescriptible, un balanceo y la dicha de “recobrar” la vida como un regalo.
En la oración hay que salir también de la cabina segura y agradable del propio yo; hay que desprenderse de las propias seguridades, del sujetarse a las cosas y arrancarse de cuajo. Hay que saltar. Y sin embargo, el paracaídas de Dios siempre se abre. Rezar es entregarse a la voluntad de Dios. Es ponerse en sus manos y abrirse a su Providencia. Más que palabras, rezar es saltar y moverse en el espacio de Dios, porque el paracaídas de Dios siempre se abre. ¡Qué fácil es rezar! Se puede hacer a cada hora, en cada momento. Cualquier movimiento hacia Dios: un deseo, un gemido, un recuerdo, una alegría, una sufrimiento, puede ser oración. Orar es propio del corazón: consiste en querer siempre y en todo lo que Dios quiere. ¡Qué fácil y qué difícil al mismo tiempo! Y esa es la única manera de rezar siempre, la que más le agrada a Dios. Y se puede rezar siempre, porque siempre hay línea directa con Dios. Basta marcar los números del amor. Para rezar basta una mente que crea y un corazón que ame. ¿Podemos dejar de respirar? La oración son los pulmones del alma. En tus alegrías, da gracias a Dios. En tus penas, ofréceselas a Dios por amor a él. En tus trabajos, hazlo todo siempre con buena intención. En tus pecados, pide perdón. Y en tu trato con los demás, ten espíritu de servicio. En cualquier salto de la vida, recuerda siempre que el paracaídas de Dios siempre se abre.
Fuente: catholic.net