Con los pies en la tierra y el corazón en el cielo

domingo, 22 de enero de
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 Ciudad del Vaticano, 1 noviembre 2006

 

El hombre moderno, ¿sigue esperando esta vida eterna o considera que pertenece a una mitología ya superada? 



En nuestro tiempo, más que en el pasado, vivimos tan absorbidos por las cosas terrenales, que en ocasiones es difícil pensar en Dios como protagonista de la historia y de nuestra misma vida. 



La existencia humana, sin embargo, por su naturaleza, está orientada hacia algo más grande, que le trasciende; en el ser humano no se puede suprimir el anhelo por la justicia, la verdad, la felicidad plena. 



Ante el enigma de la muerte, muchos sienten el deseo y la esperanza de volver a encontrar en el más allá a sus seres queridos. Y es fuerte también la convicción de un juicio final que restablezca la justicia, la espera de un esclarecimiento definitivo en el que a cada quien se le dé lo que le corresponde. 



Ahora bien, para nosotros, los cristianos, «vida eterna» no sólo indica una vida que dura para siempre, sino también una nueva calidad de la existencia, sumergida plenamente en el amor de Dios, que libera del mal y de la muerte y nos pone en comunión sin fin con todos los hermanos y hermanas que participan en el mismo Amor. La eternidad, por tanto, puede estar ya presente en el centro de la vida terrena y temporal, cuando el alma, mediante la gracia, se une a Dios, su fundamento último. Todo pasa, sólo Dios no cambia. Un Salmo dice: «Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!» (Salmo 72/73, 26). Todos los cristianos, llamados a la santidad, son hombres y mujeres que viven firmemente aferrados a esta «Roca», tienen los pies en la tierra, pero el corazón ya está en el Cielo, morada definitiva de los amigos de Dios. 
 
 
 
 S. S. Benedicto XVI

 

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