Es necesario, además, recordar que la esperanza no es un lujo que me doy, no es algo que yo decido si merezco o no. Es – decía Péguy- "la virtud que más le gusta a Dios" y de la que tenemos que dar testimonio. Es – quizá junto con el gozo- lo que más nos reclama el mundo y, por lo tanto, hay que pedirla humilde e insistentemente, hay que alimentarla, cuidarla, defenderla, para poder testimoniarla, contagiarla. Porque de la vitalidad de nuestra esperanza dependen muchas otras, porque continuamente tendremos que darle transfusiones de ella a este mundo tan debilitado, tan carente de ella, porque -decía Descalzo- "de cómo miremos hacia adelante aprenderán a mirar los hijos, porque nuestro modo de comportarnos frente al dolor, al límite, a la prueba, será la pizarra donde leerán los que dependen de nosotros".
San Ignacio dice en los Ejercicios Espirituales que Jesús resucitado se presenta con el "oficio de consolar", como se ve bien clarito en el relato de Emaús, y ese oficio es justamente el que nos ha dejado como herencia y misión a quienes creemos y testimoniamos con nuestra esperanza que seguimos a un Señor que "está vivo": el oficio de caminar con la gente que el Señor nos ha encomendado, de "calentarles el corazón", ayudándoles a hacer memoria de las promesas grandes a las que apostaron, para que así, en vez de huir a acovacharse en los Emaúses de las desesperanzas cobardes y autoalimentadas, vuelvan a su Jerusalén a dar testimonio de que realmente "Cristo ha resucitado" y que "nos espera en Galilea". O ser, para los que ya están tirados, mensajeros que los animemos a levantarse y seguir caminando, y que les brindemos el jarrito de agua de la comprensión y el pan calentito recién horneado, de la esperanza.
A fin de poder entender esta esperanza que no es para el autodisfrute, sino para ser dada, que se entrega a modo de herencia y que nos trasciende…
Fuente: "Peregrinos en Camino", Ángel Rossi S.J.- Diego Fares S.J – Bonum