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Donde la pequeñez no queda perdida
viernes, 3 de febrero de
Cuando dos personas se abrazan y es grande la desproporción entre ellas, decimos que una (la más pequeña) se pierde en el abrazo de la otra. Así también, muchas veces tenemos la sensación de que nuestra pequeñez (los pequeños gestos que hacemos, las pequeñas cosas en las que estamos, etc.) se pierde en el abrazo de Dios, es decir, en lo que su amor encierra, en la totalidad de su proyecto.
Pero, aquí, son los más pequeños los que nos enseñan que en su abrazo, la pequeñez no queda perdida. En el abrazo que Dios da, muestra su abajarse, su ponerse a la altura del pequeño que abraza, donde paradójicamente se empareja la altura de su amor.
Tocar el abrazo de Dios es tocar su deseo que nada ni nadie se pierda.
Dios no abraza para encerrar. Dios abraza para cuidar, para salvar. Abraza lo que ama. Así abrazó Jesús, la cruz por la que los hombres volverían al abrazo del Padre. Abrazo, que no quiso dejar a nadie afuera (“como la gallina al cobijar sus pollitos”). Y allí, en los brazos extendidos del Hijo puesto en Cruz, está desde entonces, ofrecido el abrazo del Padre para todo el que reconozca la pequeñez a la que quedó reducida la medida de su amor.
Nadie vuelve al Padre sino por el abrazo del Hijo puesto en Cruz. Allí el que estaba perdido es encontrado; el que estaba muerto, vuelve a la vida.
Sólo en el abrazo del Padre, el hijo está cuidado.
Fuente: javieralbisusj.wordpress.com
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