Mirar a Dios

domingo, 12 de febrero de

 

Vino el Señor mismo, como doctor en caridad, rebosante de ella, compendiando, como de él se predijo, la pa­labra sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad.
 

Recordad conmigo, hermanos, aquellos dos preceptos. Pues, en efecto, tienen que seros en extremo familiares, y no sólo veniros a la memoria cuando ahora os los recor­damos, sino que deben permanecer siempre grabados en vuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a sí mismo.

 
He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor de Dios es el pri­mero en la jerarquía del precepto, pero el amor del próji­mo es el primero en el rango de la acción. Pues el que te puso este amor en dos preceptos no había de proponer­ primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después.

 
Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.

 
 
 
 
Que no es más que una manera de decirte: Ama a Dios. Y si me dices: «Señálame a quién he de amar», ¿qué otra cosa he de responderte sino lo que dice el mismo Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás? Y para que no se te ocurra creerte totalmente ajeno a la visión de Dios: Dios, dice, es amor, y quien permanece en el amor permane­ce en Dios. Ama por tanto al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios.
 

Comienza, pues, por amar al prójimo. Parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne.
 

¿Qué será lo que consigas si haces esto? Entonces rom­perá tu luz como la aurora. Tu luz, que es tu Dios, tu au­rora, que vendrá hacia ti tras la noche de este mundo; pues Dios ni surge ni se pone, sino que siempre per­manece.

 
Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser? Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte para siempre.
 
 
San Agustín 
Tratado sobre el Evangelio de San Juan
 

 

Oleada Joven