Queridos jóvenes amigos,
Hoy les recomiendo la lectura de un libro poco común. Es poco común por su contenido y también por el modo como se elaboró. Y quiero hablarles un poco de este origen, porque a la vez quedará claro así qué es lo especial de este libro.
Por así decir surgió a partir de otra obra, cuyo desarrollo se remonta a los años 80. Era un tiempo difícil tanto para la Iglesia como para la sociedad mundial, en el que se necesitaban nuevas orientaciones para encontrar el camino hacia el futuro. Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) y en una situación cultural nueva, muchas personas ya no sabían bien qué es lo que creen en realidad los cristianos, qué enseña la Iglesia, si puede siquiera enseñar algo y cómo se puede adaptar todo esto en una cultura transformada desde su base. ¿No está superado el Cristianismo como tal? ¿Se puede ser cristiano hoy de un modo razonable? Estas eran las preguntas que se planteaban también los buenos cristianos.
El Papa Juan Pablo II tomó entonces una decisión arriesgada. Decidió que obispos de todo el mundo tenían que escribir juntos un libro en el que dieran respuesta a estas preguntas. Me confió la tarea de coordinar el trabajo de los obispos y de ocuparme de que de las aportaciones de los obispos resultara un libro – un verdadero libro, no una agrupación de textos diversos. Este libro debía llevar el título anticuado de „Catecismo de la Iglesia Católica“, pero debía ser, sin embargo, algo nuevo y fascinante. Debía mostrar qué es lo que cree hoy la Iglesia Católica y cómo se pude creer de un modo razonable.
Yo estaba asustado ante este encargo. Tengo que confesar que dudaba que se pudiera lograr algo así. Porque ¿cómo era posible que autores dispersos por todo el mundo pudieran realizar juntos un libro legible? ¿Cómo podían personas que viven en diferentes continentes, no sólo geográficos, sino también en el nivel intelectual y espiritual, realizar juntas un texto que debía tener una unidad interna y ser comprensible también en todos los continentes? A ello se añadía que estos obispos no debían escribir sin más como autores individuales, sino en contacto con sus hermanos obispos, con las iglesias locales. Tengo que confesar que aún hoy me sigue pareciendo un milagro que finalmente se pudiera lograr este plan.
Nos encontrábamos tres o cuatro veces al año durante una semana y discutíamos apasionadamente acerca de los fragmentos que habían surgido en los intervalos. Ciertamente lo primero fue establecer la estructura del libro. Tenía que ser sencilla, para que cada uno de los grupos de autores que establecimos pudiera recibir una tarea clara y no tuvieran que meter a presión sus mensajes dentro de un sistema complicado. Es la misma estructura que podéis encontrar en este libro que tenéis ahora en las manos. Está tomada sencillamente de la experiencia catequética de muchos siglos: lo que creemos – cómo celebramos los misterios cristianos – cómo tenemos vida en Jesucristo – cómo debemos orar. No voy a contar ahora cómo nos abrimos paso a través del montón de preguntas hasta que finalmente surgió de ello un libro. Naturalmente se puede criticar esto o aquello en una obra de este tipo: todo lo que hacen los hombres es insuficiente y puede ser mejorado. Sin embargo es un gran libro: un testimonio de la unidad en la diversidad. A partir de muchas voces pudo formarse un coro común, porque teníamos la partitura común de la fe, que, desde los apóstoles, la Iglesia ha transmitido a través de los siglos.
¿Por qué cuento todo esto? Ya en el momento de la composición del libro pudimos constatar que no sólo son diferentes los continentes y las culturas de sus pueblos, sino que dentro de cada sociedad existen a su vez diferentes „continentes“: el trabajador piensa diferente al campesino, un físico diferente a un filólogo, un empresario diferente a un periodista, una persona joven diferente a una mayor. Por eso tuvimos que colocarnos, en cuanto al lenguaje y al pensamiento, un poco por encima de estas diferencias, por así decir, buscar el espacio común entre los diferentes modos de pensar. Y con ello fuimos cada vez más conscientes de que el texto necesita "traducciones“ para los diferentes espacios vitales, para tocar a las personas en sus propios pensamientos y cuestiones.
En las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas desde entonces – Roma, Toronto, Colonia, Sydney – se han encontrado los jóvenes de todo el mundo que quieren creer, que buscan a Dios, que aman a Cristo y que quieren una comunidad para el camino. En este contexto surgió la idea: ¿No deberíamos intentar traducir el Catecismo de la Iglesia Católica al lenguaje de la juventud? ¿Llevar sus grandes mensajes al mundo de los jóvenes de hoy? Por supuesto que entre los jóvenes de hoy también hay, a su vez, muchas diferencias. De este modo, bajo la acreditada dirección del obispo de Viena, Christoph Schönborn, se ha elaborado un YOUCAT para los jóvenes. Espero que muchos jóvenes se dejen fascinar por este libro.
Algunas personas me dicen que a los jóvenes de hoy no les interesa esto. Yo me opongo y estoy seguro de tener razón. Los jóvenes de hoy no son tan superficiales como se dice de ellos. Quieren saber qué es lo verdaderamente importante en la vida. Una novela policíaca es fascinante porque nos mete en el destino de otras personas, que podría ser también el nuestro. Este libro es fascinante porque habla de nuestro propio destino y por ello nos afecta profundamente a cada uno.
Por eso los invito: ¡estudien el Catecismo! Es mi deseo más ardiente. Este catecismo no les regala los oídos. No los pone fácil, les exige una vida nueva. Les presenta el mensaje del Evangelio como la «perla de gran valor» (Mt 13,46), por la que hay que dejarlo todo. Por eso les pido: ¡estudien el Catecismo con pasión y constancia! ¡Dediquenle tiempo! Estudialo en el silencio de tu cuarto, leelo en pareja, si tenés novio, formen grupos de trabajo y redes, intercambien opiniones en Internet. ¡De cualquier forma, conversen sobre la fe!
Tienen que saber qué es lo que creen. Tienen que conocer su fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenés que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de tus padres, para poder enfrentar los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión. Necesitás la ayuda divina para que tu fe no se seque como una gota de rocío bajo el sol, si no querés sucumbir a las seducciones del consumismo, si tu amor no quiere ahogarse en la pornografía, si no querés traicionar a los débiles ni dejar tiradas a las víctimas.
Y cuando te dediques con empeño al estudio del Catecismo, quiero darles aún un último consejo: Sabés de qué modo la comunión de los creyentes ha sido herida profundamente en los últimos tiempos por ataques del enemigo, por la entrada del pecado incluso en lo más interno, en el mismo corazón de la Iglesia. ¡No lo tomés como pretexto para huir del rostro de Dios! ¡Ustedes mismos son el Cuerpo de Cristo, la Iglesia! Introduzcan el fuego nuevo y lleno de energía de su amor en la Iglesia, por más que algunas personas hayan desfigurado su rostro. «En la actividad, no sean negligentes; en el espíritu mantenganse fervorosos, sirviendo constantemente al Señor» (Rom 12,11).
Cuando Israel estaba en el momento más bajo de su historia Dios no llamó en su auxilio a los grandes y apreciados, sino a un jovencito llamado Jeremías. Jeremías se vio superado por la tarea: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño.» (Jer 1,6). Pero Dios no cambió de idea: «No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene.» (Jer 1,7)
Yo los bendigo y rezo cada día por todos ustedes.
Benedictus PP XVI