Cuando nos ponemos a rezar, solos frente a Dios, en nuestra habitación, en un oratorio o frente al Santísimo Sacramento, debemos creer de todo corazón que Dios está presente. Independientemente lo que podamos sentir o no sentir, de nuestros méritos, de nuestra preparación, de nuestra capacidad para tener o no tener pensamientos buenos, cualquiera que sea nuestro estado interior, Dios está allí cerca nuestro, nos mira y nos ama. Está allí porque lo ha prometido: “… entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo” (Mt 6, 6)
Cualquiera que sea nuestro estado de aridez, nuestra miseria, el sentimiento de que Dios esté ausente, aun de que nos abandone, nunca debemos poner en duda esta presencia amante y acogedora de Dios junto a quien le reza. “Yo no rechazaré al que venga a mí” (Jn 6, 37). Antes de que nos pongamos en su presencia, Dios está allí, porque es Él quien nos invita a ir a su encuentro, Él quien es nuestro Padre y nos espera, y busca mucho más que nosotros mismos entrar en comunión con nosotros. Dios nos desea mucho más de lo que nosotros lo deseamos a Él.
Fuente: "El tiempo para Dios", Jacques Philippe, San Pablo.