En la semana anterior de ejercicios, nos dice la Hna Marta Irigoy, la oración era más meditativa: mirábamos al corazón, pensábamos y reflexionábamos. En estos días la oración se va tornando más contemplativa, sobre los misterios de la vida del Señor. No son acontecimientos del pasado sino que siguen siendo un hoy muy fecundo. Cuando entramos en la contemplación ignaciana acontece ese misterio como si fuera hoy: estoy junto a Él en la barca mientras Él duerme, estoy mientras anuncia la Palabra…
En este tiempo vamos a usar los sentidos de la imaginación, por eso San Ignacio dice que es importante que quien hace los ejercicios se sumerja dentro de la escena, que no sólo se meta en ella sino que también participe. Cuando imaginamos ponemos mucho de nosotros, la gente con la que compartimos la vida, nuestra realidad. Usamos la imaginación “tanto y cuanto” me ayude a lograr el fin del ejercicio de cada día, cada uno según su modo personal.
Hoy detenemos la mirada en los hechos acontecidos en torno al pesebre. Nos centramos en el texto de San Lucas 2, 1-20. Nos ponemos en presencia del Señor, hacemos un gesto humilde de reverencia, y entramos en la meditación. Podemos detenernos en la mirada tierna del niño recostado en el pesebre, mirada que me atrae y me llena de amor. Me dejo llevar unos minutos con los sentimientos que me genera mirarlo… O podemos imaginarnos el camino a Belén, acompañando a José y María. ¿Cómo es el lugar en donde va a nacer el niño, limpio, luminoso, con luz tenue, frío o cálido, etc? Le pido al Señor que pueda conocer su corazón, pido “conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre para que más le ame y le siga” en palabras de San Ignacio. Se trata de un conocimiento no intelectual sino amoroso.
San ignacio propone algunos puntos, cada uno puede hacer uno o todos, según el criterio del en “tanto y cuanto”. Miramos las personas que están presentes, escuchamos lo que hablan, miramos lo que hacen… y ahí intentamos reflexionar qué me quiere decir todo eso a mí, que siento que me pide o que me regala.
– Contemplamos a María mirando al niño, haciéndole mimitos, besándolo. Pedirle que me lo preste. ¿qué siento cuando lo tengo en brazos?
– A Jesús como un niño vulnerable, que tiene frío, que llora, se queja, como todos los bebés. José y su sentimiento de no haber podido encontrar un lugar mejor para ellos, atento a lo que Dios le pide y a lo que necesita María.
– Contemplar a los pastores, primeros testigos del nacimiento. Ellos representan la predilección de Dios por los pobres y desamparados.
– Escuchar a los ángeles que le dicen a los pastores: “Vengo a comunicarles una buena noticia que será motivo de mucha alegría”. Quizás podemos acompañar a los ángeles con gratitud, alabando por la buena noticia.
Dice San Ignacio, que miramos y consideramos lo que hace… y buscamos descubrir que todo este misterio que vive Jesús, la Virgen y José, son “para mí” porque el Señor se ha hecho hombre por mí para que más le ame y le siga. Terminamos con un diálogo, que también puede ir dándose durante la oración, dando gracias, dialogando como un amigo habla con su amigo. Cada uno sabrá hablar con qué personaje le ayuda más.
Reflexión P. Angel Rossi
Hoy pedimos la gracia del interno conocimiento de Cristo nuestro Señor, que después de mucho trabajo, va camino a la cruz. Ignacio ya en el pesebre ve el camino de salvación, la cruz y la redención.
El camino de los pastores (Lc 2, 8): “vayamos a Belén”. “Estaban” en los descampados camino a Belén, ellos velaban. Miramos este “estar” en el momento indicado, en el sitio donde el Señor nos pide, “velando” estando despiertos expectantes. La Palabra del Señor se choca con el miedo de los pastores… es el mismo miedo y asombro, sentirse desbordados por algo que los supera. Dejarnos decir por los ángeles: “No teman, les traigo una buena noticia. Les ha nacido el Salvador”. Y ellos en medio de la incertidumbre, ya con las luces de los ángeles apagadas, resuelven “vayamos”. Van juntos, en comunidad.
Podemos vivir tiempos de ángeles, donde el cielo se nos hace diáfano, hay mucha claridad y alegría. Pero de repente se oscurece el cielo, el camino se pone más engorroso… en esos momentos saber decirnos a nosotros mismos “vayamos”. Y la salvación no es más que un niño recién nacido envuelto en pañales, nada fuera de lo común, por eso necesitamos una conversión de la mirada para poder descubrirlo.
Después de encontrar al niño y deslumbrarse con el misterio, vuelven exultantes a contar lo sucedido a los demás. Su vida se llena de novedad y ellos ya son buena noticia.
En el pesebre: podemos imaginarnos las palabras de Dios a José en sueños: “no temas recibir a María, tu esposa” Después va a decir “levántate tomo al niño y a su madre y vete a Egipto”, y más adelante le va a decir “toma al niño y a su madre y regresen”. Tomar es recibir y hacerse cargo. Nos imaginemos entrando al pesebre y pedirle a la virgen que nos preste al niño y alzarlo en brazos y ahí en silencio dejar que nos interpele su amor, su ternura, su fragilidad, que nos nazca el perdón, el agradecimiento.
“Esta noche te tengo en mis brazos, Dios mío, y al estrechar tu cuerpo pequeño y desvalido, siento que la mirada de amor con que te miro no es de siervo a Señor, sino de padre a hijo. Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío.
En el silencio inmenso de la noche, Dios mío, me pareces más débil y hasta más pequeñito; y en este desamparo te descubro tan mío que me quema tu sed y me hiela tu frío. Dios mío, Dios mío. (…) Y te pido que nunca me abandones, Dios mío; que renuncies a todo por quedarte conmigo; que te tenga en mis brazos como ahora, dormido, y que no te despiertes hasta el fin de los siglos. Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío. Francisco Luis Bernárdez
– 1 Cor 13, 4: tomar al niño y entrar en la cuenta que en este momento tenemos a Jesús que es el amor mismo en nuestros brazos, el amor hecho carne. Y ahí podemos escuchar este texto de Pablo: el amor es paciente y servicial, el amor no conoce la envidia, no se deja morder por las jactancias, no busca su propio interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Todo esto está encarnada en este niño que tengo en brazos, que seguramente contrasta con todo mi desamor, las cosas que necesito cambiar.
Podemos tomar al niño y hacernos cargo del niño que habita en mi corazón. Está en el evangelio, Jesús le dice a Nicodemo “Tenés que nacer de nuevo”; también el Señor dirá “si no se hacen como niños no entrarán en el reino de los cielos”. ¿Qué es hacerse cargo del niño? El teólogo Von Balthasar dice que “lo propio del niño es su tranquilo abandono, su incapacidad de ocultar su fragilidad. Lo propio del niño es su confianza en la mano que lo lleva, su gratitud, su forma de pedir (no da vueltas, pide con sencillez). Lo propio del niño es su constante receptividad, y su confianza en el tiempo”.
También dice Balthasar que el niño agota la eternidad en un segundo, porque pone todo su corazón y atención en lo que tiene entre manos, sea el osito, su mamá o quien sea. Vive en plenitud lo que tiene en manos, tan diferente a nuestras ansiedades…
“Hacerse cargo del niño que llevamos” dura toda la vida, es un proceso. En los momentos cumbres de la vida surge el niño de adentro: ante el dolor nos arrodillamos, y en las alegría saltamos en una pata.
También implica hacernos cargo de los niños… Como dice en Mt 27 “lo que hiciste a los más pequeños a mí me lo hiciste”. Nos referimos a niños no de edad, sino en las distintas formas de debilidad: los enfermos, los ancianos, los deprimidos.
Recomienda el P. Angel Rossi, no llenarse de cosas sino quedarnos en donde sentimos gusto.
Volvamos a Belén
Vamos al pesebre, no como lugar físico, sino teológico, lugar a donde deberíamos volver siempre los cristianos como si volviéramos a la casa materna a la que uno va a reponerse y a convalecer, donde uno va a despojarse de los disfraces de poder, de riqueza y de suficiencia, donde uno va a recobrar el gusto por lo sencillo, recobrar la interioridad y a recobrar los valores del evangelio.
Hay que rescatar al niño que llevamos en el corazón y que nuestra adultez tiene arrinconado y amordazado sin permitirle jugar ni cantar para que así desempolvemos nuestra capacidad de asombro.
Hay que volver al pesebre para dejarnos prometer por Dios cosas lindas y así romper nuestros escepticismos muchas veces ya encallecidos.
Hay que volver al pesebre para soñar de nuevos cosas grandes que dilaten nuestros horizontes rastreros y mezquinos.
Hay que volver al pesebre para descansar los agobios que pesas sobre los hombros del corazón.
Hay que volver al pesebre a limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia.
Hay que volver al pesebre a abrir de nuevo las manos cerradas y tensas de tanto defendernos o de tanto juntar bronca.
Hay que volver al pesebre a tocar la debilidad de Dios y a comprometerse seriamente a cuidar a sus hijos más frágiles y por tanto los más parecidos a Él: los heridos de nuestra familia, los enfermos, los solos, los presos, los más pobres.