Juan Pablo II sobre la Cruz

jueves, 15 de marzo de

 

Pedid a Dios la gracia de poder llevar vuestra cruz. Nuestra vida está amenazada por múltiples peligros; muchos de nuestros planes fracasan. No son pocos los hombres —incluso en vuestro país— que en ese caso dejan de encontrar sentido a la vida.

 

La cruz es también el camino. Cristo afirmó: «Si alguno quiere venir en pos de Mí… tome su cruz cada día, y sígame.» La cruz es, pues, el sendero de la vida de cada día. Es, en cierta manera, la compañera de nuestra vida. ¡De cuántas maneras la experiencia de tomar la cruz de cada día se nos presenta a cada uno de nosotros! Se la puede llamar de varios modos y con nombres diversos. Con frecuencia, el hombre se estremece y no quiere pronunciar este nombre: la cruz. Busca otras expresiones, otros apelativos.

 

No tengáis miedo a la cruz de Cristo. La cruz es el árbol de la vida. Es la fuente de toda alegría y de toda paz. Fue el único modo por el que Jesús alcanzó la resurrección y el triunfo. Es el único modo por el que nosotros participamos en su vida, ahora y para siempre.

 

La cruz ha venido a ser para nosotros la cátedra suprema de la verdad de Dios y del hombre. Todos debemos ser alumnos de esta cátedra.

 

Ante la cruz, puede haber dos posibles actitudes, ambas peligrosas. La primera consiste en tratar de ver en la cruz lo que tiene de oprimente y penoso hasta el punto de deleitarse en el dolor y en el sufrimiento como si tuviesen valor en sí mismos. La segunda, es la de quien, tal vez por reacción contra la precedente, rechaza la cruz y sucumbe a la mística del hedonismo o de la gloria, del placer o del poder. Un gran autor espiritual, Fulton Sheen, hablaba, a este respecto, de aquellos que se adhieren a una cruz sin Cristo, en oposición a quienes parecen querer un Cristo sin cruz. Ahora bien, el cristianismo sabe que el Redentor del hombre es un Cristo en la cruz y, por tanto, ¡sólo es redentora la cruz con Cristo!

 

Hay que aprender a medir los problemas del mundo, y sobre todo los problemas del hombre, con el metro de la cruz y de la resurrección de Cristo.

 

En el centro de vuestra vida actual está la cruz. Muchos huyen de ella. Pero quien pretende escapar de la cruz no encuentra la verdadera alegría. Los jóvenes no pueden ser fuertes ni los adultos permanecer fieles si no han aprendido a aceptar una cruz. A vosotros, queridos enfermos, os ha sido puesta sobre los hombros. Nadie os ha preguntado si la queréis. Enseñadnos a nosotros, los sanos, a aceptar a su debido tiempo y a cargar valientemente con ella, cada cual a su modo. Es siempre una parte de la cruz de Cristo. Lo mismo que Simón de Cirene, también nosotros hemos de cargarla con Él un trecho del camino.

 

Cristo no escondía a sus oyentes la nesecidad de sufrimiento. decía muy claramente: ” Si alguno quiere venir en pos de Mí… tome su cruz cada día”, y a sus discípulos ponía unas exigencias de naturaleza moral, cuya realización es posible sólo a condición de que «se nieguen a sí mismos». La senda que lleva al Reino de los Cielos es «estrecha y angosta», y Cristo la contrapone a la senda «ancha y espaciosa» que, sin embargo, «lleva a la perdición». Varias veces dijo Cristo que sus discípulos y confesores encontrarían múltiples persecuciones; esto —como se sabe— se verificó no sólo en los primeros siglos de la vida de la Iglesia bajo el Imperio romano, sino que se ha realizado y se realiza en diversos períodos de la historia y en diferentes lugares de la tierra aun en nuestros días.

 

Si la vida se vacía de la cruz no tiene ya sentido, sabor ni valor. Quien intentase cerrar las páginas del Evangelio que documentan el trágico epílogo de la vida terrena de Jesús, anhelando un Evangelio más fácil, más cómodo, más conforme con un modo acomodaticio de la vida, reduciría el Evangelio de Jesús a un documento del pasado, a una palabra inerte, a una narración sin vida y sin capacidad de salvación. El Señor ha salvado al mundo con la cruz; ha devuelto a la humanidad la esperanza y el derecho a la vida con su muerte. No se puede honrar a Cristo si no se le reconoce como Salvador, si no se reconoce el misterio de su santa cruz.

 

El escándalo de la cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre.

 

Hay que vencer una grave tentación: la de quitar del Evangelio la página de la cruz.

 

La cruz con Cristo es la gran revelación del significado del dolor y del valor que tiene en la vida y en la historia. El que comprende la cruz, el que la abraza, comienza un camino muy distinto del camino del proceso y de la contestación a Dios: encuentra, más bien, en la cruz el motivo de una nueva ascensión a Él por la senda de Cristo, que es precisamente el vía crucis, el camino de la cruz.

 

La cruz significa: entregar la vida por el hermano para poder salvarla junto con la suya.
La cruz significa: el amor es más fuerte que el odio y la venganza; es mejor dar que recibir; la entrega es más eficaz que la exigencia.
La cruz significa: no hay fracaso sin esperanza, sombras sin luz, tormenta sin puerto de salvación.
La cruz significa: el amor no tiene fronteras: sal al encuentro de tu prójimo y no olvides al que está lejos.
La cruz significa: Dios es siempre más grande que nosotros los hombres; más grande incluso que nuestro fracaso; la vida es más fuerte que la muerte.

 

La cruz de Cristo tiene el poder de transformar la vida de todos y cada uno de vosotros en una gran victoria sobre la debilidad humana. Las limitaciones físicas que vosotros experimentáis pueden ser transformadas por el amor de Cristo en algo bueno y bello; pueden ser dignas del destino por el que habéis sido creados. El mandato que encontramos en otro pasaje de san Pablo, que dice «glorificad a Dios en vuestro cuerpo», no se aplica sólo a la conducta moral de los que estamos físicamente bien. Lo mismo que Cristo glorificó al Padre abrazando la cruz con amor perfecto, también vosotros, a través del poder de ese mismo amor, podéis glorificar a Dios en vuestro cuerpo sin dejaros vencer por las dificultades y el dolor, y sin caer en el desánimo o en otras limitaciones.

San Juan Pablo II