San José, un hombre fiel

domingo, 18 de marzo de

 

 

Un hombre recio, trabajador y enamorado. Un hombre dispuesto a lo que sea por Dios. Por amor, no por fanatismo. Un hombre ecuánime y obediente. Pronto a la piedad y al perdón. Un hombre puro y diligente, buen amigo. Dios se fijó en él nada menos que para cuidar de Su Madre y del Verbo encarnado. Por algo sería. Me lo imagino alegre y con humor. Lleno de ternura para con Jesús y María, y exigente para consigo mismo. Jesús, el Mesías, lo quiso como a muy pocas personas. Lo quiere así. De él aprendió un oficio, pero sobre todo los muchos matices del alma. Jesús era Dios. Es Dios. Pero quiso vivir en una familia, y quiso aprender de José. Se fijó en su corazón, en su disposición. Y José estuvo dispuesto a entregar su vida al servicio del Redentor del mundo. De ese niño y de ese joven al que abrazaba emocionado y con orgullo. Le susurraría al oído: “Jesús, hijo, ¡te quiero tanto!, ¡os quiero tanto a ti y a tu madre! ¿Qué sería de mí sin vosotros?”. Y cómo apretaría Jesús en ese abrazo, cómo apretaría…

 

Alguna lágrima se deslizaría por sus rostros. Y María se encontraría con la escena cuando venía a avisarles de que la comida estaba dispuesta. No les interrumpiría. Sus ojos brillarían por igual y su alma sonreiría dando gracias a Dios por esos dos hombres. Quizá podría escuchar a Jesús: “Papá -¡cómo no iba a llamarle papá aunque fuera hijo de Dios!-, yo te bendigo y te necesito y te quiero. Eres el hombre más bueno que conozco”. José no dejaba de pensar, de trabajar, de rezar; en unidad de vida, sabedor de que en esa casa él era el que aprendía. Y procuraba no estorbar demasiado, no quejarse y servir en lo que fuera, adelantarse. Pero Jesús y María -y nosotros ahora, que consideramos su vida- sabían de su verdadera valía, de su humildad, de su santidad, de su consistencia espiritual.

 

José, un hombre justo, un hombre bueno, un hombre fiel. Un hombre que en los breves momentos de descanso aprovecharía para contemplar al detalle las manos inmaculadas de María y el alegre rostro de Jesús. La Madre de Dios y Dios mismo hecho hombre, los dos en su casa, los dos en su alma, los dos vida de su vida, en su intimidad. Era -y es- un hombre que en la materia de la madera, y en los sentimientos de familiares y amigos, y en todas las personas con las que se cruzaba, y en todos los sucesos del día, intentaba descubrir el amor de Dios. San José, un hombre que fue fiel porque estaba enamorado. Porque veía el Amor con sus propios ojos. Y creía, y confiaba, y se abandonaba a la voluntad del Padre. Fuera la que fuera.

 

Fuente: guillermourbizu.wordpress.com- Del escritorio de Guillermo Urbizu

 

 

Oleada Joven