Día 19: Los discípulos de Emaús

jueves, 29 de marzo de


En este día seguiremos contemplando al Señor que ha resucitado. Decíamos en el día de ayer que San Ignacio nos hace pedir gracia para “alegrarme y gozarme de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor”. Esta alegría y este gozo es don y hay que pedirlo, nos dice la Hermana Marta Irigoy. Se trata de una alegría y un gozo espiritual que se orientan hacia Cristo para participar de su alegría. Esta petición la vamos a renovar a lo largo de toda la jornada, más allá del tiempo que le dediquemos a la oración, vamos a ir pensando y pidiendo esta gracia de la alegría. La pedimos insistentemente porque tenemos que ir descubriendo cómo llevar después esta experiencia de los ejercicios, la gracia de la vida de Dios, a nuestra vida cotidiana. Así poder vivir una espiritualidad que se alimenta de la vida de Dios, para compartir su amor en una vida de servicio y descubrir al Señor que camina de nuestro lado y se hace compañero de camino.


Nos detendremos hoy a considerar cómo la resurrección hace que la vida divina se manifieste con todo su esplendor. Decíamos ayer que en la Resurrección estalla la vida divina manifestando toda la gloria de Dios. Jesús resucitado no oculta su divinidad, sino que manifiesta sus cualidades divinas para que los discípulos las experimenten y puedan así ser testigo de la resurrección. Como dice San Juan en su carta: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la palabra de vida, es lo que les anunciamos”. Y a la misma experiencia estamos invitados cada uno de nosotros, a ser testigos de esta vida.


Vamos a mirar hoy este oficio de consolar que ejerce Cristo nuestro Señor. Él durante toda su vida lo ha hecho. Para eso vino al mundo, para anunciar la buena noticia a los pobres, consolar a todos los que están de duelo… Sus amigos estaban de duelo y se acercó a cada uno según su necesidad.


Lo que quiere hacer San Ignacio a través de las contemplaciones de las apariciones del Señor resucitado, es que el ejercitante, cada uno de los que hacemos estos ejercicios, descubra por sí mismo cada uno de los gestos o palabras de consuelo del Señor a sus amigos y cómo los envía a consolar a otros. También cómo ellos se consuelan entre sí y comienzan su misión. “Consuela a mi pueblo” dice el profeta. Todos y cada uno de los discípulos hace una experiencia personal de la resurrección, y la comunidad reunida también, cada uno conforme a su necesidad.


A través de estas experiencias de la resurrección, cada uno de nosotros, va a ir encontrando el impulso para consumar la reforma de vida, esto de ordenar la propia vida para después acompañar al Señor en su camino pascual. Recibir esta gracia de la resurrección hace que nosotros podamos decir un sí profundo a la voluntad de Dios sobre la propia vida que lo capacita para servir en la iglesia, descubriendo el lugar que está reservado para cada uno. Jesús resucitado muestra que todavía la tarea está sin terminar y una parte del trabajo les corresponde a cada hombre y a cada mujer de la historia. Cada uno de nosotros tiene un puesto y un lugar para seguir anunciando al Señor resucitado. Cada uno de nosotros somos invitados a ser testigos de la vida nueva que hemos recibido del resucitado. De esta experiencia nace la misión de la Iglesia, en donde somos enviados.

 


El camino de Emaús

Padre Angel Rossi sj

 

En estos últimos encuentros que vamos a tener, hoy y mañana, Ignacio nos hace pedir insistentemente la gracia de la alegría y el gozo de Jesús. Esto es una alegría que está en el Señor, Él es la fuente de esa alegría, por lo tanto se la pedimos a Él.


Hoy vamos a meditar en torno a los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13- ss). En la escena vemos a estos dos discípulos que se van yendo a Emaús; el Señor los ha citado en Galilea y ellos en cambio se van con aire entristecido a Emaús, a contramano. Emaús significa encuentro, el encuentro con el Señor desde la Palabra y después el pan como símbolo de la eucaristía y el encuentro con Él, pero también a Emaús, yo le llamo “la capital del raje”. En un primer momento es la huida de Jerusalén como lugar de la cruz y a la vez también es el raje del gozo. Jesús los ha citado en Galilea para encontrarse, y ellos van para el otro lado. A veces en nuestro corazón también se dan estas huídas. Huímos de la cruz; también del gozo.


Les propongo para la meditación de hoy dos momentos: el camino de ida hacia Emaús y la transformación que se da en ellos tras reconocerlo en el partir el pan.


Estas dos personas que caminan juntas es evidente que no van felices, van con la cabeza gacha, el paso cansino, no se miran el uno al otro, no parecen tener metas… más que ir a Emaús, están escapando de Jerusalén y de Galilea. Emaús es algo así como un pretexto. Los biblistas y los arqueólogos dicen que es difícil probar hoy dónde fue realmente Emaús, de hecho aparece en el mapa antiguo. Sabemos la distancia pero no sabemos bien en dónde es, lo cual visto desde lo espiritual, viene bien porque Emaús puede ser en cualquier lado. Es el lugar donde nos escapamos de la cruz, y también cuando no aceptamos el gozo de la resurrección.


Hay muchas formas de Emaús, y de hecho cada uno tiene su propio Emaús. Sería interesante poder reflexionar sobre uno mismo, ponerle nombre a mi Emaús. Para unos Emaús es la dispersión, para otros el ensimismamiento, para otros es el enfrascarse en el estudio, o Emaús puede ser la tristeza… ¿cuál es mi Emaús? ¿Adónde me escapo cuando se me hace pesada la cruz o cuando me resisto al gozo?. No solemos ser muy originales, no tenemos muchos Emaús, solemos ser muy repetitivos en los modos de escaparse por lo que sería importante descubrirlo y ponerle nombre al a donde me escapo.


Y a la vez es hermosa la imagen de estos hombres que van caminando y el Señor que los sale a buscar y camina con ellos. Ellos hace poco tiempo habían conocido a alguien que había cambiado su vida y que ahora, aquel que prometió tanto había muerto. En realidad está resucitado, pero en el corazón de ellos está muerto, no le creen a las mujeres que dicen haberlo visto, lo han perdido. Al perderlo a Jesús se han perdido a sí mismos, no tienen hogar, su corazón esta rumeando una tristeza, están sufriendo una pérdida. Nuestros dolores generalmente están unidos a las pérdidas. Pero hay muchas formas de pérdidas. A veces son pérdidas de personas, pero también hay otras cosas que podemos perder: a veces la intimidad, la seguridad, la inocencia, el amor, el hogar, los hijos… a veces también hemos perdido nuestros sueños y preocupados, angustiados somos incapaces de hablar de cosas lindas.


Entre resentimientos y lamentaciones


Nowen dice que frente a las pérdidas tenemos dos opciones. Por un lado el resentimiento, que es la imagen de estos hombres, un ir caminando, e ir a la eucaristía con el corazón roto por las pérdidas, las nuestras y las del mundo. “Nosotros esperábamos…” dicen los discípulos. Es una expresión muy humana y nosotros también la podemos hacer propia. ¿Nosotros que esperábamos? esperábamos a esta altura ser mas buenos, una tranquilidad económica y por lo que sea la hemos perdido… nosotros esperábamos mas gratitud de nuestros hijos, un matrimonio más lindo, un ministerio sacerdotal más fecundo. “Nosotros esperábamos”… cada uno póngale nombre a esta frase que está indicando un desencanto, la experiencia del fracaso, de algo que se esperó y se nos prometió y finalmente no se dio. El resentimiento es una fuerza destructiva, y el Cardeal Martini la define como una ira fría que se instala en el centro mismo de nuestro ser, endurece nuestros corazones y hasta puede convertirse en una forma de vida. En la medida que lo dejamos anidar en el corazón se vuelve un modo de ser, de juzgar, de tratar a la gente y ese resentimiento empieza a impregnar mis palabras, mis comentarios, mis juicios y mi obrar.


Hay gente que vive de los resentimientos, y algunos están tan acostumbrados a hablar de las personas que no les gustan o recordar que le han hecho daño que dicen por allí “yo no sé cómo sería mi vida si no hubiera nada de qué quejarme ni nadie a quien culpar”. Londbleau decía hablando de la tristeza, que no es lo mismo que el resentimiento, que el primer paso para dejar la tristeza era dejar de amarla. Acá podríamos decir lo mismo, a veces uno se enamora de su resentimiento, porque convive con ello y se va como metiendo en el corazón.


La segunda posibilidad de reaccionar frente a las pérdidas es la eucaristía, es optar no por el resentimiento sino por el agradecimiento. Eucaristía significa acción de gracias, pero para llegar a ese agradecimiento no hay que ser ingenuo. Quien sufre una pérdida no puedo pasar al agradecimiento de golpe, entonces hay un camino que es lo que se llama la lamentación. En la bilbia está el libro las lamentaciones y el evangelio también está lleno de lamentaciones. Por ejemplo: Marta, “Si tu hubieras estado aquí mi hermano no hubiera muerto” o los discípulos frente a la tempestad, “Señor no te importa que nos hundamos”.


Los santos y las personas que han estado muy cerca de Jesús no han tenido ningún reparo en lamentarse de sus pérdidas al Señor. Por lo tanto para poder pasar del resentimiento al agradecimiento y no quedar estancados, un camino es pasar por las lamentaciones. La lamentación es en vez de asfixiar la queja en mi corazón, abrirle un espacio. Hablar con Dios de aquello que me tiene mal, y animarse es es el primer paso, porque a veces algunos pudorosamente no se animan a lamentarse y el resentimiento adentro termina haciendo mucho más daño. No tener miedo que surjan las lágrimas, que le lloremos al Señor aquellas cosas que sentimos que humanamente nos cuestan, y en algún aspecto nos parece que ha sido injusto. Se dice que las lágrimas ablandan el corazón y nos abren al agradecimiento, y éste es el desafío.

 

Después de este paso de la lamentación vamos yendo a la eucaristía, hacia la acción de gracias. Vivir una vida eucarística no es solo ir a comulgar todos los días, es vivir la vida como un don y en clave de agradecimiento. Mientras sigamos empeñados en quejarnos de los tiempos difíciles, de las terribles situaciones, del insoportable destino, va a ser difícil que lleguemos al agradecimiento. Cuando entramos de verdad en lo más hondo de nuestro corazón, uno constata que por debajo de nuestros escepticismo, hay una ansia de amor, de unión que no desaparece a pesar de todo. En lo hondo tenemos una reminiscencia de nuestra infancia, y dice Nowen que hay una zona nuestra que se conserva buenita e inocente, una zona no herida de nuestro corazón. Es importante saber redescubrir estos espacios nuestros.

 

 

 


Quedate con nosotros


“Jesús camina con ellos”, esta imagen hermosa de un Señor que no irrumpe, que no se tira del árbol, ni interviene con un rayo, sino que camina con ellos con una paciencia inmensa. Pero ellos no lo reconocen. A veces la misma tristeza y el desencanto hace que no nos demos cuenta que el Señor camina junto a nosotros. “El Señor les fue calentando el corazón”, una expresión hermosa. Les contó la Palabra de Dios y a la vez les fue haciendo recordar; la memoria agradecida nos calienta el corazón. Jesús camina con ellos, les va calentando el corazón y aquellos hombres ya no miran el suelo sino que miran a los ojos de este extraño que les pregunta de qué venían conversando por el camino. Quizás una pregunta que cada uno de nosotros la puede hacer propia, sentir que este Señor que camina con nosotros nos pregunta personalmente: “¿Qué venís conversando por el camino?, ¿Cuáles son los temas en el camino de tu vida en este momento? Háblame de tus ausencias, de tus pérdidas, de las cosas que te entristecen, las cosas que te alegran”.


El Señor les está como tirando la lengua para que ellos puedan sacar afuera aquello que los tiene cabizbajos y encerrado en sí mismos. Y a medida que escuchan al desconocido, algo va cambiando de a poco en aquello dos tristes viajeros. Cuando llegan a la casa, el Señor amaga con pasar de largo y ellos le dicen “Quédate con nosotros”. Todavía no lo reconocieron pero les brota este sentido de hospitalidad, y quieren recibir a este peregrino que ha caminado con ellos y que les ha hecho tanto bien. Es interesante la escena porque uno a veces está más acostumbrado a pensar que el Señor nos invita a nosotros que nos quedemos con Él, pero también Jesús quiere que nosotros lo invitemos a nuestra casa y a sentarse a nuestra mesa. Él nunca nos impone su presencia.


No dejemos que aparezca simplemente como un desconocido inteligente con el que hemos mantenido una interesante conversación. Incluso después de haber hecho desaparecer gran parte de nuestra tristeza y de habernos mostrado que nuestras vidas no son tan insignificantes ni tan miserables, Jesús puede seguir siendo para nosotros una persona extraordinaria que se cruzó en nuestro camino, un personaje poco común del que podemos hablar a nuestros familiares y amigos, muy estimulante, muy atractivo, pero que en definitiva pasa, lo dejo seguir de largo, lo conocí y dijo cosas lindas, pero nada más. Lo nuestro es mucho más que eso. A veces en el trato con el Señor puede pasar que una relación periférica, similar a lo que nos pasa en nuestra sociedad en donde los encuentros son muy ocasionales y las relaciones normalmente no son profundas.


Solo invitando al otro a venir y quedarse se puede dar un encuentro interesante y una relación transformadora, no solo con Jesús, sino también con la gente. Una posibilidad es agradecerle lo lindo, el caminito que nos acompañó, las ideas lindas que nos dijo… Él nos dio animo y bueno ahora sigo mi camino. La otra posibilidad es decirle “te he escuchado y siento que mi corazón está cambiando, por favor no solo no pases de largo, vení a mi casa y mirá como vivo”.


Jesús es una persona muy interesante, sus palabras están llenas de sabiduría, su presencia reconforta el ánimo, su amabilidad es conmovedora… pero acá viene la gran pregunta: ¿lo invitamos a nuestra casa? ¿Queremos que venga a conocernos, allí entre las paredes de nuestra vida más íntima, lo hondo del corazón? ¿Deseamos presentárselo a todas las personas con las que vivimos? ¿Permitimos que este peregrino nos vea tal como somos en nuestra vida diaria? ¿Estamos dispuestos a dejarle tocar nuestros puntos más vulnerables? ¿Le permitimos entrar a aquel lugar del corazón que a veces nos esforzamos por mantener cerrado? ¿Queremos que realmente se quede con nosotros cuando anochece y el día toca su fin?


Ésta es la pregunta que se hace Nowen y también nos hacemos nosotros. “Quédate con nosotros, siéntate a la mesa”, la eucaristía requiere esta invitación. Una vez que hemos escuchado su Palabra, sería bueno que surja de nuestro corazón un “confío en Vos, me entrego en cuerpo y alma, no quiero tener secretos para Vos, podes ver todo lo que hago y lo que digo, no quiero que sigas siendo un desconocido, sino mi más íntimo amigo. Quiero que me conozcas no solo mientras camino y hablo con mis compañeros de viaje, también cuando me encuentro a solas con mi sentimiento y mis pensamientos más íntimos”. El desafío es poder decirle a Jesús “quédate con nosotros, sentate en la mesa” como símbolo de intimidad.


En un documento del episcopado argentino “Jesucristo, Señor de la historia”, los obispos dicen:


“Él está allí para encontrarse con nosotros, para ofrecernos un abrazo de amistad que calme nuestras angustias y alivie nuestros cansancios. Él está allí para escuchar aquello que con nadie podemos conversar. Está allí para decirnos lo que más necesitamos escuchar. Está para alimentarnos en el camino y derramar su Espíritu de vida en nuestros corazones, porque Él quiere sanar nuestra debilidad, impulsarnos a la lucha por la verdad y la justicia, y preservarnos de las atracciones del mal que nos seduce y enferma”.

 

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Es fuerte el símbolo de la mesa. Los discípulos de Emaús no sólo lo hacen pasar sino que lo invitan a compartir la mesa. La mesa es símbolo de intimidad, es el lugar donde rezamos, donde en familia nos preguntamos “qué tal día has tenido”, donde no nos hablamos, donde nos damos ánimo entre nosotros… es el lugar donde se cuentan historias nuevas y viejas, espacio de las sonrisas y las lágrimas, es el lugar donde la distancia (cuando existe) se hace más dolorosa y evidente, es el lugar donde los hijos perciben las tensiones de sus padres, donde los hermanos expresan sus enfados y envidias, donde se hacen acusaciones e incluso donde los platos pueden convertirse en instrumento de violencia. Todo eso es la mesa.


Sentarlo al Señor a la mesa es dejar al desnudo lo que somos. En la mesa no se puede disimular, sobre todo cuando no hay lugar para embellecerala. En torno a la mesa sabemos si hay amistad, unidad, si hay odio, división en la familia, en nuestra comunidad, y es el lugar donde la falta de intimidad se revela más dolorosamente. En la mesa se hacen reales la familia, la comunidad, la amistad, la hospitalidad, la generosidad.

 


Estalla la misión


En la segunda parte del relato que estamos metidando, los discípulos vuelven de Emaús y ya todo ha cambiado. Las pérdidas ya no es algo que los debilita, ni la casa es un lugar vacío, sino que los caminantes que antes estaban abatidos vuelven con alegría, con paz, con esperanza, se les ha dado un nuevo corazón y un nuevo espíritu. Ya no son dos que se consuelan mientras lloran lo perdido, ahora tienen una nueva misión y algo que decir en común. Rápido se pusieron en camino para volver a Jerusalén. Los demás necesitan saber que no ha terminado todo, que Él está vivo y que ellos lo han reconocido al partir el pan.


“Apresurémonos”, se dicen el uno al otro. Se calzan las sandalias, se cubren con el manto, se ponen en camino, y dice el texto “Levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén”. Qué diferencia entre el modo en que iban y el modo en el que vuelven. La duda se convierte en fe, la desesperación en esperanza, el miedo se ha convertido en amor.


Volver a Jerusalén no es fácil, la Eucaristía no termina con la comunión, termina con la misión. “Vayan y cuéntenlo”. Vuelven al lugar donde salieron, Jesús no los manda a tierras lejanas. Nos manda a los nuestros que muchas veces son los más difíciles. A veces uno puede estar tentado y quiere ir a llevar el mensaje a otro lado dejando de ser testigo de la resurrección en nuestra propia casa.


Todos los encuentros con Cristo resucitado se vuelven misión, se vuelven anuncio, para volver a la comunidad y no quedarse en sí mismo. Siempre necesita el espacio del anuncio. La misión referida a la familia, los amigos, quienes son importante en nuestra vida. Qué gran desafío, la autenticidad de nuestra experiencia es puesta en prueba por quienes nos conocen. Lo más difícil es hacer de manifiesta la resurrección con los que conocen nuestra impaciencia, nuestros resentimientos, nuestras relaciones desechas, nuestras promesas incumplidas y nuestros compromisos rotos.


¿Podemos realmente decir que lo hemos encontrado a Cristo en el camino, que hemos recibido su cuerpo y su sangre y que nos hemos convertido en Cristo viviente? Escuchamos esto y ya nos parece como muy fuerte.


La vida vivida eucarísticamente es vida de misión. Vivimos en un mundo que llora constantemente sus pérdidas. Cánceres, guerras, sida, enfermedades duras, terremotos, inundaciones, accidentes… Son muchos los seres que caminan abatidos por la superficie de éste planeta, y que de una o de otra manera nos dicen “Nosotros esperábamos, pero hemos perdido las esperanzas”. La vida eucarística es la que nos da la fuerza para caminar con ellos y no porque seamos mejores. Nos permite animarnos a escuchar historias de soledad, de rechazos, de miedos, de abandono, de tristezas.


La invitación tambiés es a desafiar a los compañeros de camino. Elegir el agradecimiento en lugar del resentimiento, la esperanza en lugar de la desesperación. Pero es importante que lo vean en nosotros. No vamos a resolver todos los problemas pero si animarnos a despertar en los demás la pregunta, ¿Hay personas que en memoria de Él se reúnen en torno a la mesa y hacen lo que Él hizo? ¿Hay personas que siguen contándose unas a otras sus historias de esperanza y salen juntos a ayudar a sus semejantes?.


Les propongo entonces, pedir la gracia de la alegría y del gozo de Cristo resucitado, porque de verdad la necesitamos. San Ignacio dice que Jesús viene con el oficio de consolar. Y como dice San Pablo, “Somos consolados para poder consolar”. Al lado nuestro hay muchos que caminan abatidos y necesitan no genios ni grandes hombres, sino personas frágiles, quizás más frágiles que ellos mismos, pero que ponemos la confianza en este Señor que entra dentro de nosotros, que se sienta en la mesa del corazón y parte para nosotros el pan.

 

Oleada Joven